**Al atardecer de la vida: un nuevo comienzo**
En un pequeño pueblo encajado entre las verdes colinas de la Sierra de Guadarrama, vivía Carmen, cuya vida había estado atada durante décadas a la imprenta local. Conocía cada rincón de su oficio, lo amaba con fervor, pero a los cincuenta años, el cansancio se había posado sobre sus hombros como una losa de piedra.
Con su marido, Javier, habían criado a dos hijas. Ambas ya tenían sus propias familias y se habían marchado a ciudades más grandes, dejando a Carmen añorando sus risas y las escasas visitas con sus nietos. Les llamaba casi cada noche, ávida de noticias, pero en los últimos años sus propios relatos se habían vuelto más sombríos. La fatiga le oprimía el corazón, y la alegría parecía escurrírsele entre los dedos como arena.
Javier se había jubilado antes que ella —era diez años mayor—. Era su segundo matrimonio, y al principio la vida fluyó en calma. Pero últimamente, Javier buscaba con frecuencia el consuelo de una botella, lo que sacaba a Carmen de quicio. En esos momentos, se convertía en un extraño: ni podía hablar con él ni mirarlo sin sentir un nudo en la garganta. Javier, por su parte, respondía con rabia, ignorando sus súplicas por una vida más saludable.
Su único consuelo eran sus vecinas, Isabel y Concha. Ambas, unos años mayores, llevaban cinco disfrutando de la jubilación. Isabel había enviudado, Concha se había divorciado hacía tiempo, y sus hijos vivían sus propias vidas lejos. Pero esas mujeres, pese a la edad, ardían en pasión por viajar.
—¿Cómo lográis viajar tanto? —preguntaba Carmen, admirando sus rostros iluminados.
—Vivimos con modestia, Carmen —respondía Isabel—. Siempre lo hemos hecho. Viajamos en tren, sin lujos. Alquilamos habitaciones económicas, en temporada baja. Juntas es más barato. Cocimos nosotras: una ensalada, un poco de pescado a la plancha… y listo.
—Exacto —secundaba Concha—. En cumpleaños y navidades, los hijos y amigos ya saben qué regalarnos: ¡dinero para viajes! Lo planeamos todo: rutas, excursiones, gastos.
—¡Qué maravilla! —suspiraba Carmen, pero su voz se quebraba—. Y yo ni salgo de casa. Javier, como una nube negra, se planta en el sofá esperándome. Hay que darle de comer, escucharle… y yo vuelvo del trabajo hecha polvo.
—Pide vacaciones, convéncele —le proponían—. ¡Ven con nosotras a los Picos de Europa! El aire de las montañas es puro. ¿Y si le animas a él también?
—¿Estáis locas? —replicaba Carmen—. Javier no se mueve de aquí. No tiene amigos, ni ganas de hacer nada. Desde que se jubiló, se ha convertido en un mueble más. Come, duerme, ve la tele.
—Pregúntale —insistían—. No decidas por él.
Pero Carmen no tuvo que iniciar esa conversación. Su mundo se derrumbó cuando su madre sufrió un infarto. Solo pensaba en ella. Sus padres vivían en el mismo pueblo, y su padre, aunque octogenario, no se separaba del lado de su esposa. Pero Carmen acudía cada día al hospital, celebrando cada pequeña mejoría.
Javier, en lugar de apoyarla, se irritaba. Le molestaba que llegara tarde, y cuando Carmen anunció que se quedaría con su madre tras el alta, estalló:
—¡Para eso está tu padre! ¿Para qué te vas tú? ¡Piensa en ti!
—¿Y tú te levantarías del sofá si yo enfermara? —estalló Carmen—. ¿Podrías cuidarme?
Javier calló, y ese silencio le cortó más que cualquier grito.
Pasó un mes viviendo con sus padres, visitando su casa solo los fines de semana. Sabiendo que ella vigilaría, Javier evitaba beber. Carmen, al volver, limpiaba y cocinaba para varios días.
—Come, caliéntalo, no te quedes con un bocadillo —le rogaba, pero él se limitaba a rechazarlo, resentido porque lo había “abandonado”.
Su madre mejoró, empezó a caminar, a ir al médico. Carmen volvió a casa, pero la paz duró poco. Tres meses después, su madre falleció de un nuevo infarto.
—Bueno, al menos tu madre te ha dejado respirar —masculló Javier con frialdad—. Ahora ya podremos vivir tranquilos.
Esas palabras la atravesaron como un cuchillo. Carmen se desplomó en el sofá, llorando.
—¿Tranquilos? —tembló su voz—. ¡He trabajado toda mi vida por esta familia! Crié a nuestras hijas, hice horas extras, cosí de noche para pagar sus estudios. Y ahora solo sueño con la jubilación, ¡para vivir un poco para mí, viajar como mis amigas!
—¡Siempre pensando en ti! —rugió Javier—. Yo también trabajé, también me cansé. Soñaba con ir a balnearios, cuidar mi salud. ¡Tengo problemas de presión, migrañas! Y tú me abandonas por tus padres.
—¿Has probado a dejar la bebida? —le espetó—. Llama a un taxi, ve al médico, a un balneario… ¡nadie te lo impide! Te he malcriado, siempre te llevé de la mano, y ni siquiera me ayudabas en casa. ¡No soy de hierro! Y mi padre está al límite, ¿no viste cómo sufrió en el funeral? Mi madre me pidió que lo cuidara…
—¿Y qué, vas a irte otra vez con él? —bufó Javier—. Yo tampoco soy joven. ¿No podemos contratar a alguien? ¿O ya no tengo esposa?
Carmen, incapaz de responder, se refugió en la cocina. Media hora después, Javier se acercó y la rodeó con sus brazos.
—Me he pasado, perdóname. Solo quiero que estemos juntos —susurró.
—También amo a mis padres —respondió ella—. Tú tuviste suerte: los tuyos se fueron pronto, y tu hermana se ocupó de todo. No lo olvides.
Un mes después, su padre sufrió un derrame cerebral. El dolor por perder a su esposa lo consumió. Carmen lo llevó a su casa, dándole su propio dormitorio. Dos años cuidó de él, sin dejar de trabajar para alcanzar la jubilación. Para su sorpresa, Javier ayudó: le daba de comer, la medicina, mientras ella trabajaba.
Cuando su padre falleció, Carmen se jubiló. Lucía agotada, con ojeras marcadas.
—Vamos a un balneario —anunció con firmeza—. Me estoy desmoronando.
Se marcharon a Lanjarón. Allí, entre montañas y aguas termales, Carmen renació. Bailes nocturnos, excursiones, aire puro… todo parecía de otra vida.
—Me siento diez años más joven —confesó al volver.
Sus amigas la invitaron al mar. Ella se lo contó a Javier.
—Yo no voy —dijo él—. Pero tú puedes ir. Yo me quedaré a arreglar el cuarto de tu padre. Contrataré a alguien, supervisaré.
Carmen partió hacia Almuñécar. Llamaba a Javier, emocionada, hablando del mar; él le contaba sobre la reforma.
—¿Qué papel pintamos? —gritaba por teléfono.
—Algo claro, sin estampados. ¡Decide tú, aquí todo es azul turquesa! —reía ella.
El mes pasó volando. Carmen regresó renovada, llena de energía. Sus amigas bromeaban, llamándose “médicas sin título”.
—Convence a tu marido —guiñó Isabel—. Con él será más divertido.
—¿Divertido? —sonrió Carmen—. Está despistado, ha engordado… Pero lo intentaré.
En casa, se sorprendió:Javier no solo había renovado el cuarto de su padre, sino que había pintado también el salón, dejando todo impecable y con un toque de frescura que hacía respirar nuevo aire a la casa.