Oye, te voy a contar una historia que me llegó al alma. Cuando estaba en quinto de primaria, a Lucía se le rompió la pierna jugando al fútbol en el recreo y acabó en el hospital. El dolor físico no era nada comparado con la esperanza de que, por fin, su padre apareciera con unos chocolates y la abrazara. Su madre, Carmen, estaba ahí, pero con la mirada perdida y el corazón hecho piedra. Por insistencia de Lucía, Carmen llamó a Javier, pero él ni se molestó en venir. Resulta que tenía un viaje a Mallorca con su nueva novia y no iba a cancelarlo por su “antigua familia”. Ahí, entre las paredes blancas del hospital, Lucía sintió por primera vez que no le importaba a nadie.
En la adolescencia, se volvió rebelde. Se saltaba clases, se escapaba de casa, discutía con Carmen y su abuela Lola. Cuando había bronca, Carmen se encerraba en su habitación sin decir nada, fría como el mármol. La pobre abuela, ya mayor y cansada, intentaba mediar, pero cada vez le costaba más. Fue ella quien, con sus ahorros, le compró el vestido más bonito para la graduación. Pero ni fiesta ni nada: Javier ni contestó a la invitación. Ni una palabra.
Al salir del instituto, escogió una carrera al azar, la primera que no costaba dinero, porque en casa no había para universidades privadas. Una tarde, armándose de valor, llamó a su padre. Pero lo que él le soltó—”Tú y tu madre tenéis vuestra vida, y yo la mía. ¡Déjame en paz!”—le dio como una bofetada. No se lo contó a nadie. Se fue al parque del Retiro y lloró hasta quedarse sin lágrimas, escondida entre los árboles. El dolor de sentirse abandonada se le clavaba como un cuchillo, mezclado con un orgullo que no la dejaba rendirse.
Al terminar sus estudios, encontró trabajo y conoció a Álvaro, un chico bueno y sincero, con el que decidió casarse. Los padres de él insistieron en invitar al padre de Lucía, Javier Martín. Le dio vergüenza admitir que no vendría, simplemente porque no le importaba. Pero para evitar dramas, fueron ellos mismos a llevarle la invitación.
La visita fue más fría que un enero en Burgos. Javier iba deprisa a una reunión de trabajo y apenas miró a su hija. Tiró la invitación en la guantera y le abrió la puerta a su esposa, una mujer elegante con un vestido carísimo que pasó de largo, como si fueran invisibles. Ni siquiera preguntó para qué habían ido.
En la boda, fue el tío de Lucía, el hermano de Carmen, quien la acompañó al altar. Javier no mandó ni un mensaje. Ella sabía que no aparecería, pero en algún rincón de su corazón, aún quedaba un hilo de esperanza. Ese hilo se rompió ese día, mientras Lucía, de blanco, entendía que su padre la había borrado de su vida para siempre.
Con Álvaro construyó una familia: compraron una casa en las afueras de Madrid, trabajaron duro, tuvieron dos niños. Sin el cariño de sus padres, Lucía se aferró a la familia de Álvaro, que la acogió como una más. Con Carmen, las llamadas eran cortas y frías, como si algo en ella se hubiera roto el día que Javier se fue. La abuela Lola ya no estaba, y los recuerdos de ella eran lo único bonito que le quedaba de su infancia.
Pasaron los años. A los treinta y seis, Lucía era una madre cariñosa, dueña de una floristería en el barrio, y feliz con Álvaro. Él la apoyaba en todo, cuidaba de los niños, soñaban juntos. Su madre a veces venía con regalos para los nietos, pero era como si no sintiera nada, como si su corazón se hubiera marchitado. A veces Lucía pensaba que el alma de Carmen se había ido el día que Javier las abandonó, y nunca volvió.
Un día, Javier apareció en su casa. Venía a invitarles a su fiesta de jubilación—un acto formal, para aparentar que era un hombre de familia. Lucía, educada pero firme, le dijo que no podía ir, que tenía un viaje de trabajo. No quería fingir que había algo entre ellos.
Tres años después, una enfermera la llamó: Javier había tenido un accidente y estaba grave. En el hospital lo encontró frágil, envejecido. Su esposa lo había dejado al enterarse de que podía quedar inválido, y sus amigos desaparecieron. La única familia que le quedaba era Lucía, pero ella, aunque lo cuidó, pagó los tratamientos y contrató a una cuidadora, ya no era su hija.
Cuando él, con voz temblorosa, le dijo: “¿Puedo irme a vivir contigo? No tengo a nadie más”, Lucía se quedó en silencio. Podía darle dinero, ayuda médica, pero no podía borrar sus palabras de años atrás: “Tú tienes tu vida, yo la mía”. Esa herida nunca cerró.
Salió del hospital con el peso del pasado encima, pero al llegar a casa, viendo a sus hijos reír, juró que nunca, jamás, les haría sentir lo que ella había sentido. Su dolor no se iría, pero haría todo para que ellos nunca lo conocieran.