Portátil roto, culpa de la suegra.

El portátil estaba roto, y la suegra nos culpó

Daniel y Lucía decidieron celebrar el aniversario de su primer encuentro en un acogedor café del centro de Madrid. Regresaron a casa pasada la medianoche.

—¡Por fin aparecen! —les recibió en la puerta la madre de Daniel, Carmen López, con los brazos en jarras—. ¿Dónde os habíais metido? ¡He estado aquí sola con los nietos!

—Mamá, ¿qué ha pasado? —preguntó Daniel, sorprendido—. A ti te encantan los hijos de Laura.

—¿Tan duro ha sido cuidarlos? —añadió Lucía mientras se quitaba el abrigo.

—¡Vosotros de paseo mientras yo me parto la espalda! —cortó la suegra—. ¿Y dónde está la madre de estos niños?

—Está ocupada, pero vosotros, claro, descansando —Carmen señaló la cocina—. ¡A fregar los platos! Si habéis disfrutado, ahora a trabajar.

Daniel, frunciendo el ceño, abrió su portátil. De pronto, su mirada se clavó en la pantalla y sus manos apretaron la tapa. Había visto algo que le heló la sangre.

Tras la boda, Daniel y Lucía alquilaron un piso, pero pronto tuvieron que mudarse a casa de la suegra. No llegaban a fin de mes. Los padres de Lucía vivían en un piso de una habitación con su hermano pequeño, y no había espacio para la joven pareja. Daniel cambió de trabajo: ganaba menos, pero le prometieron ascender.

—Lucía, es temporal —intentó convencerla—. Viviremos con mi madre y ahorraremos. Ella está sola, mi hermana solo viene de visita y a veces deja a los niños. Lo llevaremos.

—Podría buscar otro trabajo, y tú también —propuso Lucía.

—¿Qué, trabajar sin parar? —saltó Daniel—. ¿Todo el día en la oficina y luego corriendo a otro sitio? ¿Llegar solo para dormir? ¿Cuándo vivimos?

—¿Y vivir con tu madre es vida? —suspiró ella.

—No hay dinero, ¿entiendes? Si nos llevamos bien, ahorraremos antes para nuestro piso.

Lucía calló. No quería vivir con su suegra. Solo había visto a los sobrinos de Daniel, hijos de su hermana Laura, una vez en la boda. Eran ruidosos y malcriados, y no le habían caído bien. Pero no había opción.

—¿Qué problema hay? —les recibió Carmen—. Mejor que tirar el dinero en un alquiler. Dividimos los gastos en tres: vosotros dos partes, yo una. La compra también. Yo cocino, vosotros limpiáis.

—Vale, mamá —aceptó Daniel—. ¿Lucía, bien?

—Sí… —respondió ella, resignada.

Al principio, todo fue sobre ruedas. Los jóvenes llegaban a cenar hecho, por la mañana les esperaba el desayuno. Lucía buscaba trabajos extra por internet, pero los fines de semana los estropeaban las visitas de los sobrinos. Laura casi nunca aparecía, dejando a los niños del viernes al domingo.

Con ellos, limpiar era imposible: armaban jaleo, revolvían todo y hasta entraban en el dormitorio si la pareja dormía.

—Daniel, dile a tu madre que se los lleve —rogó Lucía—. ¡Aún estamos durmiendo!

—Son niños —se encogió él—. Mis sobrinos son los tuyos. Aguanta.

—¡Me pasé media noche trabajando!

—Nadie te obligó. Bueno, ya me levanto. Quedo con los amigos, vamos de pesca. Vuelvo por la tarde.

—¿Y yo? ¿Otra vez sola?

—Mi madre está. ¿Quieres silencio? Dale tu portátil, que jueguen.

—¡Gran idea! Dales el tuyo —replicó Lucía, irritada.

—Ahí tengo documentos —cortó él—. ¿O es que los tuyos son más importantes?

—¡Tengo un proyecto con entrega hoy! —exclamó—. Vete, yo me ocupo.

Esto se repitió varias veces. Daniel salía con amigos: pesca, barbacoas, paseos. Hoy se fue otra vez.

Carmen daba de comer a los niños.

—Lucía, siéntate —dijo, secamente—. Hay pocas tortitas, pero te bastará. Daniel dijo que podían usar tu portátil.

—¡Eso es mentira! —protestó Lucía—. No prometí nada. Tengo trabajo, hoy es la entrega.

—Qué tacaña —masculló la suegra—. ¡Somos familia! Laura no presta el suyo, es caro.

—¡Llevo una semana trabajando en esto! —cortó Lucía—. Ahora mismo me pongo.

—Limpia los platos —soltó Carmen, cogiendo el teléfono.

Lucía fregaba, enfadada porque nadie en esa casa limpiaba ni una taza. La suegra ya hablaba por teléfono:

—Sí, Mercedes, nos vemos. En una hora, en el centro comercial. ¿Quién hace ruido? Los nietos. No te preocupes, Lucía se queda con ellos. Que practique, ya tendrá los suyos.

Lucía casi se le cae un plato. Salió en silencio, cogió su portátil y se fue. Carmen no dijo nada, como si planease anunciar su salida a última hora.

Lucía fue a un cibercafé donde solía trabajar. Se sentó en un rincón, pidió un café y se concentró. Media hora después, sonó el teléfono:

—Lucía, ¿dónde estás? ¿Qué pasa?

—Trabajando —respondió ella, calmada—. Hoy es la entrega.

—¡Mamá está histérica! ¿Dónde te has metido?

—No puedo trabajar con ese ruido —cortó ella.

—¡Has fastidiado su plan con Mercedes!

—Que la invite a casa.

—¿Con esos demonios?

—Pues quédate tú con ellos y deja que ella salga. ¡Tienen madre!

—Estás exagerando —refunfuñó Daniel.

—¿O será que ustedes exageran? —replicó Lucía—. Tu madre nos acogió tan amablemente, y nosotros pagamos. Este mes le faltó para la compra y nos pidió doscientos euros extra. ¿No lo ves?

—¡Qué mezquina eres! —espetó él.

—¿Y tú en qué gastas el dinero? —estalló ella. —En tu madre, ni un euro, todo lo pago yo. ¡Pero para tus amigos siempre hay! Doce días al mes, tus sobrinos comen a nuestra costa. Tu madre les compra chuches, helados, y a nosotros nada. Lo mejor, para ellos. Laura se los lleva con bolsas llenas. ¡Cuando alquilábamos, gastábamos la tercera parte! ¿A esto le llamas ahorro? ¿Quieres vivir así? Cobraré el proyecto y me iré. ¿Vienes tú o es el divorcio?

—Lucía, ¿dónde estás? —la voz de Daniel tembló.

—¿Para qué lo quieres saber?

—Se canceló la pesca. No quiero volver a casa. Pasemos el día juntos.

—Tengo que trabajar —cortó ella.

—Me quedo callado a tu lado. ¿Estás en nuestro café?

—Vale, ven. Necesito una hora, en casa no habría terminado.

Daniel llegó con un ramo de flores.

—¿A qué viene esto? —preguntó Lucía, sorprendida.

—El aniversario de cuando nos conocimos —sonrió él—. Pediré tus pasteles favoritos y un café.

—Cierto, lo olvidé —suspiró ella—. Revisaré el proyecto y lo enviaré.

Pasearon hasta tarde, decidieron buscar piso. Lucía tenía razón: Carmen se aprovechaba de su dinero, poniendo a Daniel contra su mujer, tachándola de egoísta.

Regresaron de madrugada.

—¡Ya estáis aquí! —saltó la suegra—. ¿Dónde os—¡La cena está fría y los niños han roto tu portátil! —gritó Carmen mientras señalaba los restos del ordenador esparcidos por el suelo.

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MagistrUm
Portátil roto, culpa de la suegra.