Quería volver con mi exmujer, con quien compartí treinta años de vida, pero ya era demasiado tarde.
En un pueblo pequeño cerca de Toledo, donde las casas antiguas guardan ecos del pasado, mis cincuenta y cuatro años se convirtieron en un vacío que yo mismo había cavado. Me llamo Javier, y lo había perdido todo: a mi mujer, a mi familia, mi trabajo. Después de tres décadas de matrimonio con mi esposa, Carmen, la abandoné por una amante más joven, creyendo que había encontrado la felicidad. Ahora estaba solo, sin mi hogar, sin rumbo, y comprendía demasiado tarde el error irreparable que había cometido.
**La familia que fue mi hogar**
Conocí a Carmen cuando ambos rondábamos los veinte. Nos casamos, tuvimos dos hijos y yo me sentía orgulloso de mantener a mi familia. Trabajaba como conductor, llevaba el dinero a casa, mientras ella cuidaba de todo con paciencia. Me gustaba esa tranquilidad, esa rutina segura. Pero con los años, el amor se apagó. Pensé que era normal: nos respetábamos, convivíamos en paz, y eso me bastaba. Hasta que apareció Lucía.
Hace tres años, en un bar de Madrid, conocí a Lucía. Ella tenía treinta y cuatro; yo, cincuenta y uno. Era hermosa, desinhibida, llena de energía. A su lado, me sentí joven otra vez. Empezamos a vernos en secreto, y pronto se convirtió en mi amante. Me enamoré como un adolescente, soñando con una nueva vida. A los dos meses, ya no quería volver a casa con Carmen, no quería mentirle más. Creí que Lucía era mi destino, así que se lo confesé todo a mi esposa.
**El divorcio que lo arruinó todo**
Carmen me escuchó en silencio, sin lágrimas, sin gritos. Incluso pensé que ella tampoco me quería ya, y eso hizo el divorcio más fácil. Ahora sé cuánto la lastimé. Vendimos el piso donde habíamos vivido durante años. Lucía insistió en que no dejara nada a Carmen, y accedí. Mi exmujer compró un pequeño estudio con lo poco que tenía, y yo ni siquiera la ayudé, sabiendo que le costaría salir adelante sin trabajo. En ese momento, no me importó: estaba cegado por Lucía.
Con mis ahorros, compramos un piso de dos habitaciones. Mis hijos, al enterarse, dejaron de hablarme, acusándome de traicionar a su madre. Pero no les di importancia: Lucía estaba embarazada, y yo esperaba a nuestro hijo con ilusión. Creí que empezaba una vida mejor.
**El engaño que me abrió los ojos**
Nació el niño, pero la vida con Lucía se convirtió en un infierno. Yo trabajaba, limpiaba, cocinaba, cuidaba al bebé, mientras ella solo pedía dinero y desaparecía de noche. Volvía borracha, gritando, armando escándalos. La casa era un caos, no había comida, y yo apenas podía más. Perdí mi empleo: me dormía al volante, estaba irritable, ya no rendía. Los amigos murmuraban que el niño no se parecía a mí, pero me negaba a creerlo.
Tres años aguanté aquella pesadilla. Mi hermano, que nunca confió en Lucía, me obligó a hacer una prueba de ADN. El resultado lo destruyó todo: el niño no era mío. Pedí el divorcio, y ella se fue sin el menor remordimiento. Me quedé solo, sin trabajo, en un piso vacío y con el corazón roto. Entonces decidí regresar con Carmen, la mujer que había sido mi hogar durante treinta años.
**Un arrepentimiento tardío**
Compré flores, vino, un pastel y fui a su casa. Pero el piso ya no era suyo. La nueva dueña me dio su dirección, y corrí hacia allí, esperando enmendar mis errores. La puerta la abrió un hombre: su nuevo marido, un compañero de trabajo. Carmen había encontrado un buen empleo, se había vuelto a casar y era feliz. Más tarde, la vi en una cafetería y le supliqué que volviera. Me miró con desdén, dio media vuelta y se fue. Comprendí que la había perdido para siempre.
Ahora tengo cincuenta y cuatro años, y no me queda nada. Mis hijos me rechazan, no encuentro trabajo, mis ahorros se esfumaron. Vivo en una habitación alquilada, sobreviviendo con trabajos esporádicos. Cada día me pregunto: ¿por qué me fui? ¿Cómo pude creer que una mujer joven reemplazaría a la familia que construí durante treinta años? Mi estupidez lo arruinó todo, y esa lección la cargo cada día.
**¿Qué hago ahora?**
No sé cómo seguir. ¿Intentar reconciliarme con mis hijos? Pero no perdonan que traicionara a su madre. ¿Buscar trabajo? A mi edad, es casi imposible. ¿Pedirle perdón a Carmen? Ella es feliz sin mí, y no tengo derecho a entrometerme. ¿O simplemente resignarme a vivir con este dolor? Mis viejos amigos me dicen: “Javier, te lo buscaste, empieza de cero”. Pero, ¿cómo empezar cuando todo lo importante se ha perdido?
A los cincuenta y cuatro, quisiera volver el tiempo atrás, pero no se puede. Quisiera que mis hijos me perdonaran, que Carmen me mirara sin desprecio, que pudiera redimirme. Pero sé que hay errores que no tienen remedio.
**Mi grito de perdón**
Esta historia es mi súplica por un perdón que quizás nunca llegue. Tal vez Carmen tenía razón al seguir sin mí. Quizás mis hijos hicieron bien al rechazarme. Quiero que mi vida tenga sentido otra vez, poder mirarme al espejo sin vergüenza, que mis errores no me definan. A los cincuenta y cuatro, merezco una oportunidad, aunque sea en soledad.
Soy Javier, y lo perdí todo por mi propia necedad. Que este dolor sea mi lección, pero no me rendiré hasta encontrar la manera de vivir conmigo mismo.