«Pensé que no vendrías…» — relato de un regreso inesperado

«Pensé que no vendrías…» — historia de un regreso

Cuando Javier llegó a casa después del trabajo, dejó la bolsa en el suelo, se quitó los zapatos y entró en la cocina:

—¿Qué hay para cenar? —preguntó, como siempre.

Lucía ni siquiera se dio la vuelta.

—Nada. Pero eso no importa. Hoy hablé con la dueña del piso. Le dije que nos vamos a final de mes.

Javier se quedó inmóvil.

—¿Qué? Habíamos acordado que todavía no habíamos encontrado otro sitio.

—¿Para qué buscar? —Se giró hacia él con una sonrisa—. Nos mudamos… a casa de tu exmujer, Marta.

Se dejó caer en una silla, aturdido.

—Lucía, ¿estás en tus cabales?

—Completamente. Tú mismo dijiste que aún te pertenece parte del piso. Ahorraremos dinero, ya encontré una guardería para Daniel cerca, y los supermercados están a mano.

Javier sentía que le faltaba el aire. Hacía tiempo que no se sentía dueño de su vida. El trabajo pagaba menos, la obra en la que tenía puestas sus esperanzas se retrasó, y el dinero escaseaba.

Con Lucía todo iba mal desde hacía meses. Era más joven, exigente y acostumbrada al lujo. Al principio, le parecía atractivo. Ahora, le agotaba.

Dudó, pero al final llamó a Marta.

—Tenemos problemas. Necesitamos un lugar donde quedarnos un par de meses.

—Es también tu casa, Javier. Claro que puedes venir —respondió ella con calma.

Al llegar, Lucía miró alrededor y arrugó la nariz, disgustada:

—Está muy oscuro —dijo, y recorrió las habitaciones sin quitarse los zapatos—. Pero nos vale.

Marta lo aguantó todo en silencio. Pero cuando llegaron a la cocina, puso condiciones:

—Limpiamos por turnos. Cada uno cocina su comida. La nevera es compartida, pero con estantes separados.

Lucía se indignó:

—¡No hemos venido a vivir bajo normas!

—Y yo no he abierto una pensión —contestó Marta, sin alzar la voz.

El mes siguiente fue una pesadilla. Lucía se peleaba con Marta, insinuando que debía marcharse. Pero Marta no cedió. Javier callaba, porque sabía que la culpa era suya.

Un día, Marta anunció:

—Me voy a casa de mis padres. A descansar. Solo os pido una cosa: no destrozéis el piso.

Lucía casi no podía ocultar su alegría. Y al día siguiente, volvió al ataque:

—He encargado un proyecto de diseño, elegido los azulejos, hay que pagar…

Javier estalló:

—¿Has perdido la cabeza? ¡No hemos hablado de esto! ¡No pienso pagar ni un euro!

—¿Y quién eres tú para decidir? —replicó ella—. Hace tiempo que no eres un marido, solo una cartera vacía.

Esa misma tarde, hizo las maletas.

—Daniel y yo nos vamos a Salamanca. Si quieres recuperarnos, ven. Pero trae dinero.

Javier sacó su tarjeta sin decir nada y la tiró dentro de la bolsa.

—Veré a mi hijo los domingos.

Cuando la puerta se cerró, Javier sintió libertad por primera vez en años. Se quedó junto a la ventana, mirando el río durante mucho tiempo.

Una semana después, Marta regresó. En silencio, como siempre. Oyó el agua de la ducha y corrió, olvidando que ya no estaba solo.

—Perdona… —murmuró al verla.

Ella salió a la cocina, y él, sin volverse, dijo:

—Creo que todavía te quiero.

—Y yo, Javier. Pero no hay vuelta atrás. Solo empezar de cero.

—Estoy listo —susurró él.

—Listo él… —sonrió ella—. Ya veo que tendré que mantenerte otra vez. Bueno, ¿tienes hambre?

—Claro. No he comido nada desde esta mañana.

—Pues pela patatas. Aquí, por cierto, hacemos todo nosotros mismos.

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