Tres lobos vinieron a despedirse: La historia de cómo un guardabosques alimentó a una loba y recibió una gratitud inesperada.
En pleno invierno, a un pueblo perdido entre espesos pinos en las afueras de Asturias, llegó una loba. Era una tarde heladora, con la nieve crujiendo bajo los pies y el silencio roto solo por el chasquido de las ramas. El guardabosques Rafael, un hombre de sesenta años, salió de su cabaña al escuchar un gemido lastimero. Justo bajo la valla del porche, agazapada, estaba una loba demacrada, tan flaca que se le marcaban los huesos. No gruñó, ni enseñó los colmillos; solo lo miró con ojos llenos de una desesperación silenciosa.
Rafael permaneció un momento quieto, como dudando si debía interferir en la naturaleza. Pero al final entró en la casa y regresó con trozos de carne congelada, restos de caza que guardaba para tiempos difíciles. Con cuidado, los dejó cerca de la valla. La loba, sin acercarse, inclinó ligeramente la cabeza, como asintiendo, y tras arrastrar la comida, desapareció entre la noche.
Desde entonces, volvió con regularidad. Siempre sola, siempre en silencio. Se sentaba en el mismo lugar y esperaba. Rafael seguía alimentándola, aunque los vecinos empezaron a criticarlo.
—¿Te has vuelto loco, Rafael? ¡Un depredador viene a tu casa cada noche! ¿Y si te ataca? —se quejaba la vecina Isabel.
Pero él solo asentía en silencio. Sabía que un animal hambriento se vuelve peligroso, pero si está saciado, se marcha al bosque sin molestar al hombre.
Pasaron semanas. El invierno se endureció: ventiscas, nieve hasta la cintura, hambre en el monte. Sin embargo, la loba seguía apareciendo. A veces cada dos días, a veces más tarde. Hasta que un día dejó de venir. Rafael esperó. Un día. Dos. Una semana. Un mes entero sin rastro de ella. Los aldeanos celebraban: —¡Por fin se ha ido! —pero él sentía un peso en el corazón. Se había encariñado con ella, por extraño que pareciera.
Justo dos meses después, en una de las últimas noches gélidas, volvió a oír un sonido: un gruñido bajo, casi familiar. El corazón le dio un vuelco. Salió corriendo al porche y se quedó paralizado.
Allí estaba la loba, pero no sola. Detrás de ella, a cierta distancia, había dos lobos jóvenes. Tensos, pero sin agresividad. Los tres lo miraban fijamente. Quietos. Sin gruñir. Con una calma casi humana.
No supo qué decir. Solo se quedó plantado, con su vieja chaqueta acolchada, sintiendo el frío en sus mejillas. Y de pronto lo entendió: todo ese tiempo no había alimentado solo a una loba. Había mantenido a su familia. La carne que dejaba no era para ella sola; la llevaba a su guarida, donde compartía con sus crías. Y ahora las traía, no para cazar, ni por miedo, sino… para despedirse. O tal vez, para agradecer. ¿Quién sabe cómo funciona el mundo de los animales?
Permanecieron un largo instante. Luego, la loba inclinó la cabeza, igual que la primera vez, y los tres se fundieron en la nieve, entre los pinos.
Nunca más se volvió a ver a la loba ni a sus jóvenes compañeros en el pueblo. Y Rafael jamás contó esta historia en voz alta. Solo algunas noches, asomado a la ventana y mirando hacia el bosque, susurraba para sí:
—Hasta luego. Y gracias a ti también, hermana del monte.
En esas palabras cabía todo: la pena, el agradecimiento y la certeza de que, incluso en lo salvaje, hay espacio para la bondad y la reciprocidad.