Tengo sesenta y nueve años. Vivo en un piso antiguo de dos habitaciones en las afueras de Sevilla. Desde hace años, me levanto y me acuesto con un nudo en el pecho. No es por soledad, no—al otro lado de la pared duerme mi hijo. Pero cada noche temo que vuelva borracho, que grite, que me pida dinero, que me culpe de todos sus males. Y sé que tiene razón. Tiene todo el derecho a estar enfadado. Porque, en parte, yo soy responsable.
Mi hijo, Adrián, tiene cuarenta y cinco años. Ha estado casado dos veces y ha vivido con otras dos mujeres. A ninguna la acepté. Soy una madre que creía saber lo que era mejor para él. ¿Qué hay más fuerte que el instinto materno? Pensaba que lo protegía de errores, de matrimonios fracasados, de sufrimiento. Pero ahora veo que no lo protegía a él, sino a mi orgullo.
Su primera esposa, Isabel, era una chica de pueblo. Se casaron jóvenes, enamorados e ingenuos. Yo desde el principio decidí que no era para él. Demasiado sencilla, demasiado humilde. No los dejé vivir conmigo, y tuvieron que arreglárselas en una residencia de estudiantes. Siempre metí baza, con comentarios venenosos. Al final, se divorciaron. Volvió a casa, derrotado, hundido. Y yo me sentí victoriosa.
Pasaron años. Apareció Marta, dulce, serena, bondadosa. Creía en Dios, iba a misa, soñaba con casarse por divisorsa pero. Yo… no pude contenernos. Burla, ironía, palabras cortantes. Me parecía que quería llevar a mi hijo a su mundo de fé. Destruí esa relación también.
Luego vino Lucía, una chica huérfana. Adrián estudiaba otra carrera y tenía futuro. Ella venía de nada. Estaba segura de que se acercaba a él por interés. Me entrometí de nuevo. Y otra vez, lo arruiné todo.
Cuando entendí que esperar a la nuera “”perfecta”” era inútil, busqué una yo misma. Encontré una chica de “”buena familia””, con dinero, con profesión. Hasta empezamos a planear la boda. Pero un día, mi hijo lo dejó todo. Volvió a casa en silencio, tiró las llaves sobre la mesa y dijo: “”No quiero vivir como tú me obligas.””
Desde entonces, empeoró. Primero se quedaba en casa. Luego empezó a beber. Ahora lo hace a diario. A veces solo. A veces con amigos parados. Me quita mi pensión, trabaja de vez en cuando, pero todo se va en alcohol. El piso huele mal, está sucio. Y a mí me da vergüenza frente a los vecinos.
Me miro al espejo y pregunto: ¿cuándo me equivoqué? ¿Por qué, después de criarlo sola, le di rencor en lugar de apoyo? ¿Por qué mi amor lo destruyó?
Sus ex? Todas han seguido adelante. Isabel está casada, tiene dos hijos, una casa y trabajo. Marta canta en el coro de la iglesia y cría a su hijo con un hombre que la quiere. Lucía pronto se casa, vive en Córdoba, sonríe en fotos que mi hermana me enseña a escondidas.
Y yo… tengo miedo de los ruidos en el pasillo. Miedo a que mi hijo llegue furioso. Miedo hasta de moverme por la noche, por si lo despierto. Soy una vieja enferma y sola, que lo dio todo por su hijo y al final le quitó todo.
Si pudiera volver atrás… No me entrometería. No lo presionaría. Solo lo abrazaría y le diría: “”Sé feliz, hijo mío, como tú elijas. Estoy aquí.”” Pero ya es tarde. Solo le pido a Dios fuerzas para vivir lo que me queda.
Que mi historia sirva de advertencia. No les corten las alas a sus hijos. No les construyan la vida. Ámenlos… y déjenlos volar. Solo así podrán levantarse.