Prueba de Codicia

**La Prueba de la Codicia**

—Así que has decidido poner a prueba a Lola, ¿eh? —preguntó el amigo de Miguel con una sonrisa burlona—. ¡Bien hecho! Así evitas encontrarte con otra cazafortunas, a la que solo le importen los ceros de tu cuenta bancaria, no tú.

—No me lo recuerdes —gruñó el joven. Su última novia había sido exactamente así: le había sacado hasta el último euro. Por suerte, abrió los ojos a tiempo y se libró de ese peso muerto—. Lola parece una chica sencilla, sin pretensiones. Pero más vale prevenir que lamentar. Si supera la prueba, tendrá la boda más lujosa y una vida dulce, llena de tiendas, spas y viajes.

Miguel lo había planeado todo hasta el último detalle. Alquiló un piso diminuto —para él, una auténtica pocilga—, alquiló un coche nacional, aunque le daba asco solo mirarlo, y compró ropa corriente, la que mitad del país lleva. Quería parecer lo más normal posible, que ni siquiera una sombra de sospecha cruzara por la mente de Lola. Aunque cometió algún error, ella no se dio cuenta… o fingió no hacerlo.

—Lola cree que soy un simple administrativo, ahorrando para la entrada de una hipoteca —al oír esto, ambos se rieron—. Miguel podría comprarse hoy mismo un ático en el centro. ¡Qué suerte ser hijo de padres adinerados! —Y sí, está convencida de que soy huérfano.

—¡Vaya imaginación tienes! ¿Cómo no te han pillado todavía? Tú no sabes nada de la vida normal. Desde pequeño, chofer privado, colegios exclusivos, sirvientes por todas partes…

—Pedí consejo a un chico de la seguridad. Por un dinerito, me explicó todo —Miguel echó un vistazo rápido al reloj y se levantó—. Bueno, me cambio y voy a buscar a Lola. Le prometí recogerla hoy de la universidad. A lo mejor pasamos por algún bar de camino.

—Cuidado, no te intoxiques —rio el amigo—. Tú no estás acostumbrado a esa comida.

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Miguel esperaba impaciente a la chica, apretando el ramo más barato que encontró en el quiosco. Para él, ese precio era tan insignificante que solía gastar más en un café. Pero debía mantener su imagen de tío ahorrador, así que aguantó la mirada desdeñosa de la vendedora sin decirle nada.

Ahí venía Lola. Pero hoy… ¡no tenía color en la cara! Pálida como el papel, apenas veía a su alrededor. ¡Parecía a punto de llorar!

—¿Qué pasa? —preguntó Miguel, alarmado—. ¿Alguien te ha hecho algo? —Lola, ¿qué tienes?

La abrazó mientras ella sollozaba, desconcertado por la situación. Entonces recordó que Lola había mencionado la enfermedad de su padre. Quizás era más grave de lo que los médicos habían dicho al principio.

—¿Es por tu padre? —ella asintió, sin poder hablar—. Vamos, entremos a un bar. Allí podremos hablar.

Tenía razón: todo giraba en torno al padre de Lola. Necesitaba una operación, nada especialmente complicado, pero su edad lo hacía riesgoso. Y el médico había dejado claro que las probabilidades de éxito aumentarían si recibían “una suma razonable”.

—¡Veinte mil euros! ¡Veinte mil! —exclamó Lola, tan alterada que no notó la breve sonrisa de Miguel. Él gastaba eso en una noche en un restaurante sin inmutarse—. ¿De dónde vamos a sacar tanto dinero? ¡Todo se va en medicinas!

—Me encantaría ayudarte, pero no puedo retirar dinero ahora, perdería demasiado —fingió preocupación—. ¿Estás segura de que hay que pagar?

—¡Claro! —se secó las lágrimas—. ¡La salud de mi padre no tiene precio!

—Piénsalo bien —dijo Miguel en tono persuasivo—. Si pagáis ahora, luego ni una enfermera os atenderá sin cobrar. ¡Denunciadlo al ministerio! No dejéis que se lucren con el sufrimiento.

—No podremos probar nada, ¡y mi padre podría no salir adelante!

Lola entendió pronto que no recibiría ayuda. No es que esperase nada de él… Sabía que no tenía derecho a pedirle nada. Y también sabía que mentía. Había visto billetes grandes en su cartera más de una vez.

Bueno, solo quedaba una opción. Su padre no se quedaría sin operación, aunque tuviese que dejar la universidad. Sí, estaba en cuarto curso, con notas impecables, pero la familia era lo primero.

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Tres semanas después.

Lola estaba radiante. Su padre mejoraba día a día, y ella había encontrado un trabajo decente. Terminaría sus estudios más tarde, pero lo haría. No renunciaría a su futuro.

Además, Miguel le había escrito que tenía una sorpresa. ¿Qué sería?

Pero su alegría se esfumó en segundos…

—Has superado la prueba —Miguel vestía ropa de marca, un reloj carísimo brillaba en su muñeca y el coche a sus espaldas hacía babear a medio barrio—. Ahora sé que no estás conmigo por dinero. ¡Cásate conmigo!

No se arrodilló, pero la cajita de terciopelo rojo estaba ahí. Lola, conteniendo la furia, miró los diamantes que centelleaban bajo el sol.

—Este anillo vale cien mil euros —fardó él—. ¡Te lo mereces! Tendrás la boda más lujosa, no te faltará nada…

Un bofetón sonoro cortó su discurso. Lola apenas podía controlarse. ¿Cómo había podido hacerle esto? ¡Ese anillo valía cinco veces lo que necesitaba para su padre! Si de verdad quería algo serio, ¿por qué no lo dijo antes? ¡Así ella no habría dejado los estudios!

—¿Pero qué te pasa? —preguntó él, aturdido. Esperaba gritos de alegría, no una mejilla ardiendo.

—¡Vete a… donde nadie te encuentre!

Y nunca más volvieron a hablar.

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