Después de diecinueve años de matrimonio y de criar a dos hijos, mi esposo me dejó por una joven colega.
Tengo 42 años y hace dos semanas mi vida se desmoronó: mi marido, con quien habíamos compartido 19 años y criado a dos hijos, me anunció que quería el divorcio. Confesó abiertamente que desde hace dos años mantenía una relación con una compañera de 28 años que ahora esperaba un hijo de él.
Desde entonces no he dejado de llorar, atormentada por la pregunta: ¿cómo pude ser tan ciega para no notar su infidelidad? Yo confiaba en Fernando cuando decía que se quedaba hasta tarde en la oficina debido a nuevos proyectos y frecuentes viajes de trabajo por el país. Lo esperaba, arreglando nuestro hogar, cocinando sus platos favoritos, planchando sus camisas para toda la semana. Ni siquiera sospechaba que todos esos cuidados no eran solo para mí y nuestros hijos.
Me preocupaba que Fernando pasara cada vez menos tiempo con los niños, alejándose de las tradiciones familiares. Su contribución económica a nuestro hogar disminuyó y los problemas domésticos quedaban sin su ayuda. Justifiqué esto pensando en su trabajo y cansancio. Cuando me dijo que ese año no podría ir de vacaciones con nosotros, me resigné y me fui con los niños a casa de mis padres. Al regresar, noté que Fernando había cambiado: se mostraba introvertido, evitaba la intimidad, y un día percibí el aroma de un perfume ajeno en su ropa y vi marcas de lápiz labial en el cuello de su camisa.
Cuando le pedí explicaciones, confesó su infidelidad y anunció su intención de dejarme. Mis intentos de recordarle a nuestros hijos y los años compartidos no alteraron su decisión. Nos dirigimos a un abogado para formalizar el divorcio. No quería soltarlo, no imaginaba mi vida sin él, pero entendía que retenerlo no tenía sentido.
Ahora me encuentro sola, con el corazón roto y temerosa del futuro. Sé que me espera un largo camino hacia la sanación, pero espero encontrar la fuerza para seguir adelante por mí y por nuestros hijos.
