Tras 30 años de matrimonio, se enamoró de la vecina de la casa de campo

Llevo más de 35 años viviendo con mi esposa, Carmen. Hace poco crucé el umbral de los 60, mientras que ella acaba de cumplir 56. Tenemos un hijo en común, nuestro querido Javier, pero él vive lejos, en Barcelona, y rara vez viene a visitarnos. Hace casi siete años que se marchó de casa, y desde entonces siento un vacío en el alma que me desgarró por dentro. De pronto, como un relámpago en plena tormenta, comprendí que la mujer con la que compartía mi vida era una extraña para mí: nunca habíamos tenido nada en común, y esa verdad me golpeó como un mazazo.

Durante años intenté convencer a Carmen de vender nuestro aburrido piso en Madrid y mudarnos de una vez por todas a un pequeño pueblo en Galicia. Anhelaba el aire puro, los paseos interminables por el campo y escapar del caos eterno de la ciudad. Pero ella se negaba rotundamente, con una voz que cortaba como un cuchillo afilado mis sueños más profundos. Al final llegamos a un acuerdo a regañadientes: compramos una casa de campo cerca de Lugo y pasábamos allí los veranos. Cuando llegaba la primavera, yo escapaba hacia allí como si mi vida dependiera de ello, mientras Carmen me seguía a desgana, casi como si la hubiera arrastrado a la fuerza.

A Carmen le repugnaba todo lo relacionado con la vida rural. Plantar patatas o cuidar arbustos le provocaba náuseas, como si fuera un castigo infernal. La época de la cosecha era para ella una pesadilla digna de una tragedia griega, y si mencionaba hacer conservas o preparar provisiones para el invierno, se cerraba en banda como si le hubiera pedido un sacrificio inhumano. Lo único que le importaba era que el televisor funcionara: pasaba horas perdida en sus telenovelas, atrapada en un mundo que no era el nuestro. Yo, en cambio, trabajaba sin descanso en la parcela: construía, cavaba, vivía. Carmen se atrincheraba dentro de la casa todo el verano, como una prisionera de su propia apatía. A veces le pedía ayuda, pero entonces surgían dolencias misteriosas. Dolores de cabeza, molestias en la espalda, un cansancio repentino – todo aparecía como por arte de magia en cuanto abría la boca.

La soledad empezó a devorarme por dentro. No teníamos nada de qué hablar, ningún lazo que nos mantuviera unidos. Cuando llegó el otoño, todo se derrumbó como un castillo de naipes en medio de un huracán. Yo quería volver a la casa de campo, pero Carmen se negó en redondo a dejar la ciudad. “¡Vete tú solo si tanto lo deseas!” me espetó, y vi el brillo de alivio en sus ojos al imaginar una vida sin mí. Odiaba la casa de madera, la necesidad de encender la estufa, todo. Antes, cuando era militar, ella me había seguido a los destinos más remotos sin quejarse de las duras condiciones de los cuarteles. Ahora me echaba como si fuera un trasto viejo, y el dolor me atravesó el pecho como una daga. Prometió visitarme, pero pasaron dos meses y no dio señales de vida. De vez en cuando venían amigos, y esas visitas eran como un rayo de sol en medio de la tormenta.

Entonces apareció ella: nuestra vecina en la casa de campo, Sofía. Una mujer sola de 55 años, con una sonrisa que derretía el hielo y un corazón que iluminaba incluso los días más oscuros. Era hermosa, vibrante, y pronto sentí que una fuerza irresistible me arrastraba hacia ella. Algunos dirían que era el capricho de un viejo, un último intento desesperado por aferrarme a la vida. Pero para mí era real, un torbellino que me consumía. Intenté acercarme con torpes halagos y tímidos coqueteos, pero ella me rechazó como si hubiera alzado un muro impenetrable. “No me interesan los hombres casados,” dijo con firmeza, y sus palabras me golpearon como un trueno.

Aun así, surgió una amistad. Tomábamos té al atardecer, y ella traía pasteles y bollos caseros que olían a hogar y a recuerdos felices. Para Navidad preparé una cena abundante, esperando que Carmen apareciera. La mesa estaba repleta cuando sonó el teléfono: otra excusa, más quejas sobre su salud. La decepción me quemó por dentro, pero entonces Sofía llamó a la puerta. Se quedó esa noche, y desde ese momento todo cambió. Nos convertimos en amantes, y mis viajes a la ciudad se volvieron cada vez más escasos. A Carmen le decía que estaba “trabajando en el huerto” o “arreglando cosas”, pero en realidad estaba construyendo una nueva vida con Sofía.

Intentamos mantenerlo en secreto, pero en un pueblo pequeño los rumores se extienden como un incendio descontrolado. Los vecinos nos miran con recelo, y siento sus juicios como sombras acechantes. Pronto tendré que contárselo a Carmen. Debería ser un alivio para ella: ya no tendrá que fingir ser la esposa sufrida ni esforzarse por aparentar que le importo. Será libre al fin, tal vez encuentre algo más valioso que sus interminables telenovelas. Pero temo las consecuencias. ¿Qué dirán nuestros amigos? ¿De qué lado se pondrán? ¿Y Javier? ¿Cómo reaccionará cuando se entere de que sus padres se separan? También me preocupo por Sofía. Aquí las lenguas son afiladas, y las mujeres solo esperan una excusa para despedazarnos con sus chismes. El futuro me aterra, la incertidumbre me aplasta el pecho, pero por primera vez en décadas siento que estoy vivo. Después de tantos años, he encontrado la alegría – y no pienso dejarla escapar.

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Tras 30 años de matrimonio, se enamoró de la vecina de la casa de campo