Siempre vivieron las tres juntas: la abuela Carmen, la madre Luisa y Sofía. Sofía no recordaba a su padre; alguna vez intentó preguntarle a su madre sobre él, pero Luisa la abrazó fuerte y los ojos se le llenaron de lágrimas. Así que Sofía no volvió a preguntar, no quería entristecerla.
—No volveré a hacer llorar a mamá —decidió entonces—. ¿Para qué necesito un padre si con la abuela y mi madre somos felices?
Pero la abuela Carmen murió cuando Sofía cumplió diez años, y quedaron solas las dos. A Sofía siempre le encantó pintar, lo hacía desde pequeña en cualquier sitio. Luisa no prestaba mucha atención a los dibujos de su hija, solo decía:
—Hija, estás gastando papel en vez de estudiar.
En el colegio, el profesor de dibujo la elogiaba:
—Sofía, si estudias Bellas Artes, tendrás un gran futuro. Créeme, sé de lo que hablo. Dile a tu madre lo que te digo.
Pero Luisa no tomó en serio las palabras de su hija:
—¿Qué sabe un simple profesor de dibujo? Bueno, que pinte, al menos así estará entretenida. —Aun así, le compraba todo lo necesario para que siguiera pintando.
Sofía se entregaba a su pasión, especialmente a los paisajes. Cuando terminó el instituto, decidió estudiar Bellas Artes, pero su madre tenía otros planes:
—Nada de Bellas Artes. Estudiarás Magisterio.
—Mamá, no quiero ser maestra…
—Aquí no se pregunta. ¿Qué clase de profesión es ser artista? —Sofía no pudo desobedecerla.
Como todas las chicas jóvenes, Sofía soñaba con un príncipe. Lo imaginaba alto, guapo y tierno, y estaba segura de que lo reconocería al instante.
Llegaron los exámenes finales, y para calmar los nervios, Sofía escapaba con su caballete al río. Allí era feliz, pintando paisajes. Al otro lado del río había un acantilado y un hermoso pinar. A veces veía pescadores bajo el risco, algunos en barca, otros con sus cañas desde la orilla. Todo lo plasmaba en el lienzo, intentando captar las nubes reflejadas en el agua.
Un día, mientras pintaba, el cuadro no le salía. Fruncía el ceño, frustrada.
—La pintura debe aplicarse con suavidad, no con tanta fuerza. Así las nubes no cobran vida —dijo una voz masculina—. El pincel debe rozar el lienzo con ligereza, mira. —Sofía escuchó embelesada mientras él tomaba el pincel de sus manos, tocaba el lienzo con delicadeza y, como por arte de magia, las nubes comenzaron a respirar.
Pero no solo las nubes temblaron: el corazón de Sofía se aceleró. Alzó la vista y ahí estaba, su príncipe soñado.
—Hola, ¿cómo te llamas, pequeña artista? —preguntó él—. Yo soy Javier.
Sofía se quedó muda, las palabras atascadas en la garganta. Finalmente, susurró:
—Sofía. —Él le tendió la mano, ella la suya y, ¡oh maravilla!, Javier se la besó con ternura. Nadie lo había hecho antes.
Desde entonces, se veían junto al río. Él le enseñaba los secretos de la pintura, pues era artista. Resultó que Javier había venido de Madrid a vivir con su tía en el pueblo. Había estudiado Bellas Artes, pero, como a muchos grandes pintores, el mundo del arte no lo reconoció. La amargura brotaba en sus palabras:
—No importa, algún día se arrepentirán. Llegará mi momento, y esos mediocres entenderán a quién rechazaron.
Mientras hablaba, abrazaba a Sofía, la besaba, y ella se derretía en sus brazos. Sin darse cuenta, todo ocurrió entre ellos. No se resistió, estaba perdidamente enamorada de su príncipe. Sucedió un par de veces más, hasta que Javier desapareció. Sofía lo esperó una y otra vez junto al río, sin ganas de pintar, solo esperando.
—¿Me ha abandonado? ¿Se ha ido para siempre? Pero me dijo que me amaba, que era para siempre… No puede haberse ido así —pensaba, hasta que finalmente asumió que Javier no volvería.
Terminó los exámenes, llegó la graduación y el ingreso a la universidad. Sofía no tenía ánimos, pero aprobó sin problemas.
Dos meses después de la desaparición de Javier, mientras se preparaba para ir a los exámenes de acceso a la universidad en otra ciudad, se sintió mal.
—Hija, estás muy pálida —dijo Luisa preocupada.
—No sé, mamá, me duele la cabeza…
Sofía nunca llegó a la universidad: estaba embarazada. Luisa se enfureció. Gritó, lloró, dio golpes, hasta que dijo:
—Conozco a un médico. Por un precio razonable, lo solucionará.
Sofía se horrorizó. No quería perder al bebé, pese a la traición de Javier.
—Mamá, jamás haré eso —respondió con firmeza.
—Aquí no decides tú. No necesitamos a este niño. Prepárate, vamos hoy mismo.
—No. Si me obligas, me iré de casa o haré algo peor. ¿Entiendes? —Su tono era tan severo que Luisa palideció de miedo.
—Perdóname, hija —rompió a llorar—. Perdóname. Te crié sola, y criaremos a este niño juntas.
Se reconciliaron, y Luisa nunca más mencionó el tema. Al contrario, esperó con alegría al bebé. Llegó el día, y llevaron a Sofía al hospital.
Al despertar, una mujer mayor con bata blanca estaba a su lado:
—Ya estás mejor.
—¿Quién es usted? —preguntó Sofía—. ¿Dónde está mi niña?
—Soy la doctora. La niña no sobrevivió. Hice todo lo posible. Pero tendrás más hijos.
Sofía gritó, pero una inyección la sumió en la oscuridad. Después, insistió en ir al entierro. Vio el pequeño ataúd y lloró. Le mostraron a la bebé, una imagen que jamás olvidaría.
Pasaron los años. Sofía no se casó ni se convirtió en artista. Las ganas de pintar murieron con su hija. El tiempo curó su alma. Estudió corte y confección y trabajó en una fábrica textil.
Luisa enfermó gravemente. Sofía la cuidó, corriendo del trabajo para atenderla. Pero su madre fue apagándose, hasta que un día susurró:
—Sofía, tu hija vive. Se llama Carmen… Carmen Martínez So… —No terminó la frase, y su mirada se apagó.
Sofía no lo creyó. Ella misma había enterrado a su hija. Tras la muerte de Luisa, la soledad fue dura. Necesitaba distraerse, así que pidió un préstamo y abrió un pequeño taller de costura.
Se volcó en el trabajo, y todo iba bien. Contrató a otra costurera, tenía clientes. No era gran negocio, pero le bastaba.
Últimamente, Sofía soñaba lo mismo: una chica con abrigo beis, hermosa y sonriente, caminando hacia ella. El sueño siempre se interrumpía antes de que pudiera alcanzarla.
—¿Quién eres? —intentaba gritar, pero no podía.
Un día, un hombre entró en su taller.
—Buenos días, ¿es usted Sofía, la dueña?
—Sí, dígame.
—Soy Esteban López, detective privado. Tengo unas preguntas. —Sacó una foto—. ¿Reconoce a esta mujer?
Era la doctora del hospital, la que le dijo que su hija había muerto.
—Sí, la recuerdo. Pero ¿qué significa