—¡Anda ya, qué exageración!…
Me crucé en el pasillo con Elena, nuestra directora financiera, quien mostraba orgullosa una caja de cartón.
Le pregunté:
—¿Trajiste los sueldos del banco?
—No. Me lo regaló un viejo amigo en un atasco —la caja decía: «Material Médico»—.
—¿Y eso qué significa?
—Nada. Nos conocemos desde hace tanto que hasta le regalaría un desodorante y él se alegraría. Nos conocimos en el 98. Tenía un lío tremendo con el coche. Era joven, ingenua, y me robé comprando un Seat a un estraperlista. Los números de chasis estaban alterados, la matriculación era ilegal, y unos policías amigos me sacaron dinero prometiendo ayuda, pero no hicieron nada. Lo peor fue cuando unos agentes de tráfico me vaciaron la cartera de los últimos euros para no llevarse el coche.
Total, que el coche costó un dineral y ahora solo servía para desguace…
Me aparqué en mi calle, junto a los contenedores, comiendo un cruasán de chocolate y llorando. No quería llegar así a casa…
De pronto, llamaron a la ventanilla. Un obrero con chaleco naranja y pala sonreía:
—¿Podría apartarse cinco metros? Vamos a asfaltar aquí. ¿Y por qué llora, señorita?
Estuve a punto de mandarlo a paseo, pero, no sé por qué, le resumí mi drama.
Él contestó:
—¡Anda ya, qué tontería! Lo importante es la salud… Ese cruasán tiene buena pinta, ¿me da un trozo?
Me enfadé por mi sinceridad y su descaro, pero le di el cruasán mecánicamente.
—¿Me da otro? Somos dos trabajando aquí…
Indignada, le entregué el segundo. Me aparté y seguí llorando en paz.
Diez minutos después, otro golpe en el cristal.
Abro, irritada:
—¿Más cruasanes?
—No. ¿Tiene papel? Apunte.
Me dictó un número de su bloc:
—Llame después de las nueve y diga que viene de Genaro. Es el general de la policía nacional. Él le ayudará.
Desapareció entre el humo del alquitrán, dejándome perpleja. Esa noche llamé (¿qué podía perder?).
Dos días después, en la DGT, matriculaban mi coche con todos los honores y placas nuevas (¡los funcionarios hasta se peleaban por atenderme!).
Busqué a Genaro una semana. Lo encontré en una calle cercana. Le di las gracias con bombones carísimos, cava, café y más cosas. Le pregunté cómo conocía al general.
Me contó que, hasta hace medio año, era un empresario exitoso de equipos médicos. La crisis lo arruinó. Ahora trabajaba tres empleos (turnos de 24 horas) y su mujer, que jamás había trabajado, fregaba platos en un colegio.
Todo para mantener las apariencias en su apartamento de lujo de 200 m². Pagaban 900 euros mensuales en gastos y seguridad, pero solo vivían con 50 euros al mes (su hija iba a un colegio público).
Desde entonces, nuestras familias son inseparables. Cada Nochevieja juntos. En dos años, Geno resurgió más fuerte.
Hoy, parada en un semáforo, alguien golpea mi techo. Era Genaro en un todoterreno:
—¿Quieres un contador Geiger, Elena?
—Dame.
—Toma. ¡Pulsa sin miedo! Y no te prives de nada…