Cada noche, Juan se sienta junto a la ventana para saludar la puesta de sol. Se ha convertido en una costumbre, un ritual sin el cual no puede imaginar sus días. En otro tiempo, se sentaban allí juntos, él y María, su amor, su luz.
Se conocieron en su juventud, cuando aún no sabían que la vida está llena de sorpresas, dificultades y alegrías. Se amaban con un amor sincero y profundo, tanto que parecía que ni el tiempo ni la distancia podrían separarlos jamás.
Pero el tiempo pasó, y los años trajeron sus pruebas. Vivieron juntos de todo: alegrías y tristezas, el nacimiento de sus hijos, la construcción de su hogar, las noches en vela llenas de preocupaciones por el futuro. Se convirtieron en algo más que esposo y esposa: se transformaron en compañeros de vida, amigos que compartían cada pequeña alegría y cada día difícil.
Hace algunos meses, Juan perdió a María. Su vida pareció apagarse en el momento en que ella se fue. No lloró, simplemente quedó inmóvil como una piedra, negándose a mostrarse débil, porque sabía que María no habría querido verlo roto.
Desde entonces, su corazón se siente vacío, y cada noche se sienta allí, en su lugar favorito junto a la ventana, recordándola.
A ambos les encantaba ver las puestas de sol. María decía que los últimos rayos del sol tenían algo especial, como una canción de despedida al día que termina. Y ahora, Juan se sienta allí en silencio, observando cómo el sol se esconde lentamente detrás del horizonte.
Parece que, con cada puesta de sol, se despide de ella una vez más, dejándola ir un poco más lejos.
A veces, Juan escucha la voz de María, un susurro suave, como si estuviera justo a su lado, como si acabara de salir al jardín y estuviera a punto de regresar en cualquier momento. Sonríe al recordar su risa, sus ojos llenos de bondad, sus manos cuidadosas que lo habían reconfortado durante toda su vida.
En su mente, habla con ella, le cuenta cómo ha pasado el día, aunque cada día es igual al anterior: vacío sin ella.
Los hijos de Juan lo visitan de vez en cuando, le llevan comida, le preguntan cómo está, pero él sabe que están ocupados con sus propias vidas, con sus familias. No los culpa, porque él también, en otro tiempo, fue joven y dejó a sus padres para construir su propio camino.
Pero ahora, siente la soledad más profundamente que nunca.
Cada mañana, Juan espera ver a María en un sueño, aunque sea por un instante, y cada noche se despide de ella con la esperanza de un nuevo día. No tiene miedo a la muerte, sabe que tarde o temprano volverán a encontrarse, en algún lugar, más allá del horizonte.
Este pensamiento lo sostiene, le da fuerza y le permite esperar, no con dolor, sino con una tristeza tranquila y dulce.
Esta noche, como todas las anteriores, está llena de silencio y recuerdos. La luz del atardecer pinta el cielo con colores suaves y cálidos, y de repente, Juan siente su presencia.
Le parece oír las palabras que María siempre le repetía: «Siempre estoy contigo». Y sabe que es verdad.
Cada día que pasa lo acerca más al momento en que estarán juntos nuevamente. Y aunque el dolor de la pérdida permanece, encuentra en esta silenciosa despedida una forma de paz.
Esperará todo el tiempo necesario, porque cree que algún día sus almas volverán a unirse.