Una lección para siempre

**Una lección para toda la vida**

Prudencia miraba a su nieto con ganas de darle una zurra que recordase por siempre el peso de su mano. Le habría gustado azotarle con tal fuerza que el muchacho corriese a meter el trasero en agua fría para calmar el ardor.

Por la ventana vio a Pedro y a Juan, el orejudo, jugando con un pan como si fuese un balón. Uno lo llevaba en una bolsa que se rompió, y al caer al suelo, el otro le dio una patada. Así empezaron a patearlo de un lado a otro, riéndose como dos desalmados.

Cuando Prudencia comprendió lo que estaban haciendo, un grito ahogado le cortó la respiración. Quiso salir corriendo, pero las piernas le fallaron. Avanzó como en cámara lenta, con la garganta apretada por la rabia. Se abalanzó sobre Pedro con la boca abierta, jadeando.

—¡Es pan!— silbó, furiosa—. ¡Es sagrado! ¿Cómo se os ocurre?

Los chicos se petrificaron al verla arrodillarse en la tierra, recoger el pan con temblorosas manos y romper a llorar. Prudencia regresó a casa con paso vacilante, abrazando la barra de pan contra su pecho.

Su hijo, al verla así, no necesitó explicaciones. Con solo mirar el pan pisoteado, desató el cinturón y salió al patio. Los gritos de Pedro retumbaron en el aire, pero esta vez Prudencia no intercedió.

El niño volvió con las mejillas enrojecidas y se refugió en el rincón de la cocina. Su padre, aún agitando el cinturón, anunció que desde ese día comería sin pan: ni con la sopa, ni con las croquetas que devoraba a puñados, ni con la leche del desayuno. Y, por la noche, iría a hablar con los padres de Juan, el orejudo, para contarles qué “estupendo futbolista” habían criado.

El padre de Juan era tractorista—le arrancaría las piernas al chiquillo. Y su abuelo, que había pasado diez años en prisión en tiempos de hambruna por robar un mendrugo, no dudaría en zurrarle bien zurrado.

Prudencia siempre bendecía el pan recién horneado antes de partirlo, besándolo con devoción. Rara vez lo compraba; lo hacía en casa, en el horno de leña, junto con su nuera. El aroma a masa dorada impregnaba cada rincón de la casa durante horas, tentando a todos a cortar una rebanada gruesa y untársela en aceite.

Federico, el padre de Pedro, fue esa misma tarde a casa de Juan. Llevaba el pan manchado en la mano, y los vecinos, al verlo en la mesa, se quedaron mudos. Juan se removió incómodo en su asiento, pero su abuelo le agarró de la oreja al instante.

Federico lo explicó todo. Sin pensarlo dos veces, el abuelo Demetrio cortó un trozo enorme del pan sucio y lo puso delante de su nieto.

—Esto es lo que comerás hasta acabártelo. Ni un gramo más de pan tocarás hasta entonces.

Pedro, al día siguiente, no osó probar el suyo. Recordaba las lágrimas de su abuela arrodillada en la tierra, y la vergüenza le quemaba. No sabía cómo pedir perdón. Prudencia, distante, dejó de servirle pan con la leche del desayuno.

Juan, por su parte, fue a la escuela mascando arena, casi llorando. Le rogó a Pedro que le ayudase, pero este replicó:

—¿Estás loco? Ya tengo bastante con los cardenales de mi padre.

Al caer la tarde, Pedro se acercó a su abuela y la abrazó. Ella permaneció rígida, indiferente. Él intentó congraciarse, hablándole de sus notas o sus problemas resueltos, pero Prudencia no reaccionó. Finalmente, el niño rompió a llorar y dejó caer la cabeza sobre sus rodillas.

Ella le levantó la cara con sus manos callosas y lo miró. Pedro nunca olvidaría esa mirada: dolor, decepción, misericordia.

—Escucha bien—dijo Prudencia, serena—. Hay líneas en la vida que jamás debes cruzar: maltratar a tus mayores, dañar a los indefensos, traicionar a tu tierra, blasfemar… y faltarle al respeto al pan.

—Yo, en la posguerra, soñaba con comer pan limpio, sin harina de bellota. Ni se te ocurra pisarlo jamás.

Pedro tragó saliva, humillado.

En ese momento llegó Juan, con los ojos hinchados. Confesó entre lágrimas que su abuelo le había zurrado y luego le había contado cuánto costaba ganarse el pan en otros tiempos.

El corazón de Prudencia se ablandó. Los abrazó y los llevó a la mesa.

—No le digáis a nadie— susurró mientras les cortaba dos rebanadas de la hogaza recién hecha—. Pero comed, y recordad: el pan es vida. Es sagrado.

Y así, entre lágrimas, los niños mordieron el pan con gratitud, aprendiendo una lección que nunca olvidarían.

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Una lección para siempre