—¿Tú eres Eva? ¿La esposa de Javier?
—Sí… ¿Y tú quién eres?
—¡Eso no importa, importa el motivo por el que he venido! Haz las maletas y lárgate de este piso. Javier y yo nos queremos, y él se viene a vivir conmigo. ¡Lo ha decidido él mismo!
Eva miró atónita a la mujer que apareció en la puerta de su casa aquella mañana de sábado. Una morena de treinta años, impactante, irradiaba una seguridad agresiva. Uñas impecables, maquillaje llamativo, chaqueta de cuero con tachuelas… Todo gritaba su deseo de impresionar.
—Perdona, ¿qué…?
—¡No te hagas la tonta! —La desconocida dio un paso al frente—. Javier está harto de tu control. Todos los días me dice que no le comprendes, que ahogas sus ideas de negocio. ¡Hace tiempo que lo decidió!
Siguió hablando, pero Eva ya no la escuchaba. Un zumbido llenaba sus oídos. ¿Javier? ¿El mismo que cenó anoche en esa cocina, pidió dinero para otro proyecto y la besó al despedirse, diciéndole lo maravillosa que era?
—Pasa —respondió con una voz que no reconoció—. Tenemos cosas que hablar.
Su mundo se desmoronaba y se reconstruía a la vez. El dolor era inmenso, pero… era necesario.
—Me llamo Claudia —dijo la intrusa, desafiante, cruzando el umbral—. Y no he venido a hablar, sino a echarte.
Eva entró en la cocina en silencio. Por primera vez en sus cinco años de matrimonio, su mente estaba fríamente clara. *¿Cómo pude ser tan ciega?* O quizá no lo fue. Solo llevaba gafas rosas, y con ellas todo parece diferente. El problema es que, al romperse, los cristales se clavan.
Recuerdos fragmentados surgieron: ella, una exitosa agente inmobiliaria con su propio piso. Él, Javier, con un café con leche y una sonrisa irresistible en una cafetería. Maletín gastado, traje barato, pero grandes planes: *”Son dificultades pasajeras, ya verás, ¡llegaré lejos!”*
Se derritió con sus atenciones: flores baratas pero diarias, paseos románticos, una propuesta a los tres meses. Luego, tras la boda: *”Cariño, ¿me prestas diez mil euros? Es para un negocio, ¡es nuestra oportunidad!”* Se los dio. Y más. Y más. Mientras ella trabajaba sin descanso, creyendo en sus sueños, él soñaba con otra.
El silencio llenó la cocina.
—Buena distribución —apuntó Claudia, mirando alrededor con aire de dueña—. Javier dijo que eligió él el piso. Tiene buen gusto.
—Espera un momento —Eva salió y regresó con una carpeta—. Quiero enseñarte algo. El contrato de compraventa, el título de propiedad. Fíjate en la fecha. Tres años antes de conocer a Javier. Y en el nombre del propietario.
Claudia se humedeció los labios, nerviosa. Su seguridad se desvanecía.
—Pero él dijo… que tenía su propia inmobiliaria…
Eva abrió el portátil y accedió a su cuenta bancaria:
—Este es mi sueldo. Soy la agente principal de una gran inmobiliaria.
La pantalla mostraba ingresos constantes, cifras sólidas. Claudia se desplomó en una silla.
—Adivino: ¿también te sacó dinero? ¿Promesas de proyectos millonarios?
—Invertí casi medio millón —susurró Claudia—. Dijo que en un mes habría beneficios…
—¡Y los habrá! —interrumpió una voz desde la puerta—. ¡Con intereses, lo prometo!
Javier entró, luciendo un suéter de cachemir caro —regalo de Eva—.
—¿Javi? —Claudia se levantó—. ¡Debías estar en una reunión con inversores!
—Ayer me pidió dinero para un proyecto urgente —dijo Eva en voz baja—. Supongo que yo soy la inversora.
Javier palideció, mirando a una y otra. Luego, su sonrisa habitual resurgió:
—Chicas, déjenme explicar. Claudi, tu dinero está seguro…
—¿Dónde? —Claudia se le acercó—. ¡Vendí el coche, pedí prestado a mis padres! ¿Dónde está?
—¡Tengo un plan! —su voz sonó desesperada—. En un mes…
—¿A todas les dices lo mismo? —Eva se levantó lentamente—. ¿Cuántas más financian tus “proyectos”?
Javier tragó saliva, balbuceando que con Claudia era solo negocio.
—¿Negocio? —Claudia soltó una risa amarga—. ¿Y las citas? ¿Las promesas de amor? ¿”No puedo vivir sin ti”?
Finalmente, confesó:
—Había un negocio… en internet… casi seguro…
—¿Lo perdiste? —Claudia se llevó las manos a la cabeza—. ¡Dios mío, apostaste todo mi dinero!
—¡No todo! —levantó las manos—. ¡Queda algo! ¡Lo recuperaré! Tengo un sistema…
—¿Sistema? —Eva esbozó una sonrisa triste—. ¿Pedirle a tu mujer para pagarle a tu amante? ¿O al revés?
Claudia agarró su bolso:
—Basta. Denunciaré esto. A la policía.
La puerta se cerró de golpe. Javier miró a Eva, suplicante:
—Cariño, perdóname… Fue el dinero, me perdí… ¡Solo te quiero a ti!
—Lo peor no es que tengas a otra. Es que te crees tus propias mentiras.
—¡Cambiaré! ¡Dame otra oportunidad!
—Duerme en el sofá. Mañana te vas.
—¿A dónde iré?
—Ya no es mi problema —encogió los hombros—. Tienes un sistema, ¿no? Pónlo a prueba.
A la mañana siguiente, Javier entró en la cocina.
—Eva… lo entiendo todo. Podemos empezar de nuevo, encontraré trabajo…
—Presentaré el divorcio.
Él se quedó helado:
—No puedes… ¿Y yo? ¿Dónde iré?
—¿Dónde ibas a ir cuando le prometiste a Claudia casarte con ella? Recoge tus cosas y vete.
—¡Puedo cambiar! ¡Última oportunidad!
—No —respondió ella, con calma firme—. No más mentiras.
Esa noche, Claudia escuchó un timbrazo. Por la mirilla vio a Javier, con dos maletas.
—Claudi, ¡ábreme! Eva me echó… Ahora podemos estar juntos.
Siguió hablando de planes, pidiendo más dinero.
Claudia se acercó a la puerta:
—Lárgate. ¡Y no vuelvas! Ya hay una denuncia.
Escuchó cómo se alejaba, arrastrando las maletas llenas de cosas compradas con dinero ajeno. Mientras, en su cabeza, ya maquinaba otro plan brillante… solo necesitaba a alguien que creyera.
En dos pisos distintos, dos mujeres respiraban tras la mentira en la que quisieron creer. Ambas sabían ya: el peor engaño es aquel en el que uno mismo elige confiar, ignorando lo evidente.