Treinta y siete y un día: cuando no madura la hija, sino la madre
Me desperté antes que el despertador. Fuera, una silenciosa penumbra gris envolvía la ciudad como un trapo húmedo. El aire estaba quieto, frío, y hasta las paredes de la casa parecían contener la respiración. Yo también dejé de respirar. Solo me quedé tendida, sintiendo que algo había cambiado, aunque aún no supiera el qué.
Cogí el móvil casi por inercia. Las 6:04. Una notificación. Lucía. La abrí.
*«Buenos días, mamá. Me he ido con Javier a Granada. Por favor, no me busques. Te llamaré.»*
Nada más. Ni un «te quiero», ni un «perdona», ni un emoji. Frío como un justificante bancario. Como un recibo que confirma que la cuenta de mi maternidad había quedado en cero.
Lo releí. Diez veces. No porque no lo entendiera, sino porque cada lectura era un intento de volver atrás, de borrar lo ocurrido. El corazón se me encogía como si alguien lo apretase con dedos envueltos en tela helada.
Lucía. Diecisiete años. Último curso de instituto. La chica que leía a Lorca, hacía torrijas, odiaba las berenjenas y siempre llevaba una goma del pelo negra en la muñeca. Sabía reír con los ojos. Su silencio era cálido, no opresivo. Todo eso existió. Y ahora, ya no.
Fui a la cocina. Me quedé frente a la mesa, descalza, con la bata vieja y el móvil en la mano. No encendí el hervidor. Me senté. Me levanté. Volví a sentarme. Todo sin pensar, como si mi cuerpo actuase por inercia. ¿Llamar? ¿A quién? No tenía su número. Solo lo mencionaba en conversaciones: *«Javier, el de biología»*. En Instagram, un perfil vacío con una foto de un zorro. Eso, el zorro, me daba más miedo que nada.
Entré en su habitación. La manta deshecha, una nota en el escritorio:
*«Mamá, no es que sea mala. Es que ya no puedo ser la niña perfecta. Te quiero. Pero a mi manera.»*
Ese *«a mi manera»*… Como un disparo. Justo ahí, donde duele para siempre.
Criamos a los hijos como sabemos. Les protegemos de los resfriados, de las malas compañías, de los corazones rotos. Hacemos sopas, repasamos deberes, les compramos abrigos un número más grande. Y no nos damos cuenta de cuando lo importante ya no es *«que no coja frío»*, sino simplemente *«que vuelva»*. Como sea.
Fui a trabajar. Contabilidad. En el autobús miré por la ventana, pero no vi las calles. En la oficina era el cumpleaños de Laura. Treinta y siete. Ayer cumplí los mismos. Sin globos, sin felicitaciones, sin velas. Solo una botella de vino barato y un libro que dejé a medias.
Por la noche, en casa. No encendí la luz. Me senté en el alféizar, envuelta en una manta, observando las ventanas ajenas. En una parpadeaba la tele. En otra sonaba una cuchara contra una taza. Vidas ajenas. La mía, un silencio que resonaba.
Al día siguiente, sonó el teléfono.
—Mamá…
—¿Dónde estás?
—Te lo dije. Estamos en Granada. En casa de la abuela de Javier. Estoy bien, tranquila.
—Vuelve. Por favor.
—Ahora no puedo.
—No sé qué hacer…
Silencio. Luego:
—Mamá… ¿tú eres feliz?
La pregunta me golpeó en el estómago. Dudé. Finalmente, susurré:
—No lo sé. ¿Y tú?
—Quiero averiguarlo. Saber quién soy cuando no tengo que ser perfecta.
Más silencio. Luego, el tono de llamada cortada.
No dormí en toda la noche. Me quedé en la cocina, repasando nuestros mensajes, fotos. Entre marzo y junio, algo se rompió. Y ni siquiera lo noté. Informes, bajas, exámenes, la reforma, el sofá a plazos. Todo *«por ella»*. Todo al lado.
A la semana, volvió. Sin súplicas, sin lágrimas. Entró, colgó la chaqueta, dejó la mochila en un rincón y preguntó:
—¿Puedo quedarme un tiempo?
Asentí sin hablar. Me acerqué. La abracé. Por primera vez, no hice preguntas.
Guardamos silencio. Unos minutos. Luego, dijo bajito:
—Te quiero. Y ahora sé que lo pasaste mal. Pero igual me iré. No para escapar. Solo para vivir. A mi manera. ¿Vale?
Vale.
Ha pasado un año. Lucía alquila una habitación en Toledo. Trabaja en una cafetería. Estudia diseño. Viene los fines de semana. Comemos rosquillas, discutimos de películas, charlamos. A veces nos peleamos, pero ahora nos escuchamos.
Treinta y siete y un día. Así empezó su vida adulta. Y la mía, también.







