Aún recuerdo la mañana en que sonó el teléfono. Era un número del hospital. Mi corazón se hundió antes de responder.
«¿Señora Herrera?», dijo la voz. «Lo siento. Su marido, Antonio… no ha podido superarlo».
Mis rodillas flaquearon. El día anterior, me había besado en la frente y prometido que volvería a tiempo para la cena. Esperé horas aquella noche, convenciéndome de que serían los atascos o un cliente de último momento. Jamás imaginé que sería la muerte.
Pero lo que vino después fue otro tipo de dolor. Uno amargo y complicado.
Verán, Antonio tenía un hijo —David— de una relación anterior. Tenía 17 años cuando nos casamos, y aunque intenté ser amable, nunca conectamos. David venía de visita a veces, pero siempre sentí que me miraba con desdén. Yo era más joven que Antonio, y en cada sonrisa forzada de David notaba su juicio.
Aun así, Antonio lo adoraba. Y con eso me bastaba para soportar su presencia.
Tras la muerte de Antonio, David apareció en mi puerta con una mochila.
«Mi madre me echó de casa», dijo. «¿Puedo quedarme aquí?».
Parpadeé. Tenía 38 años, era recién viuda, con el corazón roto y las cuentas al límite. El seguro de vida de Antonio aún no había llegado, y no tenía ingresos fijos. La casa, sin él, era silencio, frío y un ataúd vacío. No tenía espacio para un veinteañero hosco que apenas me dirigía la palabra en sus visitas.
«Lo siento, David», dije, intentando que no me temblara la voz. «No estoy para recibir invitados ahora».
No protestó. Solo asintió, con la mirada vacía. Y luego se dio la vuelta y se marchó.
Nunca volví a verlo.
La década siguiente fue un borrón. Vendí la casa, me mudé a un piso más pequeño y empecé a trabajar en una biblioteca. Me construí una vida tranquila y modesta. Salí con algún que otro hombre, pero nadie pudo llenar el vacío de Antonio.
A veces me preguntaba por David. ¿Terminó sus estudios? ¿Encontró trabajo? Pero apartaba esos pensamientos. Era un adulto. No era mi responsabilidad.
Hasta que, diez años después, todo cambió. Empezó con una carta.
Un sobre blanco, sin remite. Dentro, una sola hoja.
«Quizá no me recuerde. Me llamo Lucía. Fui trabajadora social de David Herrera tras la muerte de su padre. Hablaba mucho de usted».
«Quería que supiera que David falleció la semana pasada. Murió dormido. Un fallo cardíaco. Solo tenía 37 años».
«Tuvo una vida difícil, pero siempre decía que no le guardaba rencor. Entendía su dolor. Creí que debería saberlo».
Me quedé horas mirando la carta. Las manos me temblaban. El corazón, a mil.
¿David se había ido?
Era tan joven. Tan lleno de vida, incluso en su silencio.
Y entonces… la culpa.
Una culpa que me aplastaba.
No pude dormir. A la mañana siguiente, llamé a todos los números que encontré. Localicé a Lucía y le rogué que me contara más.
Era amable, de voz suave. Quedamos en una cafetería.
«Vivió en albergues un tiempo», me dijo. «Luego trabajó de conserje. Callado, sin problemas. Llevaba una foto de su padre en la cartera».
«¿De Antonio?», pregunté.
Asintió. «Decía que era el único que había creído en él. Que nunca dejó de echarlo de menos».
Tragué saliva.
«¿Y… yo? ¿Dijo algo de mí?».
Lucía dudó. «Decía que ojalá las cosas hubieran sido distintas. Pero no le culpaba. Decía que el dolor hace cosas raras a la gente».
Esa noche lloré como no lo hacía desde hacía años.
Una semana después, Lucía me llamó de nuevo.
«David dejó un trastero pequeño. No tenía mucho, pero… hay algo que debería ver».
Conduje dos horas hasta allí.
El trastero era diminuto. Dentro, dos cajas, unos libros y una mochila. La misma que llevaba el día que lo eché.
Dentro de la mochila, un cuaderno.
Me senté en el suelo frío y lo abrí.
*18 de agosto*
*No me dejó quedarme. Lo entiendo. Acaba de perder a papá. Yo era un recordatorio andante.*
*3 de septiembre*
*Conseguí trabajo de limpieza nocturna. Nada glamuroso, pero estable. Ahorro para un piso pequeño.*
*25 de diciembre*
*Primera Navidad sin papá. Dejé una flor frente a la vieja casa. Ojalá ella esté bien.*
*22 de marzo*
*Aprobé el graduado. Pensé en enviárselo. No quise molestar.*
*9 de julio*
*Ascendí a supervisor. A veces imagino a papá orgulloso. Eso me mantiene en pie.*
*4 de octubre*
*Seguro que ha seguido adelante. Se merece paz. Pero me gustaría haberme despedido.*
Para cuando llegué a la última página, mis lágrimas habían empapado el papel.
¿Cómo pude estar tan ciega?
Creí que me protegía… pero abandoné a alguien que Antonio amaba. Alguien que solo quería sentirse querido.
Organicé un pequeño homenaje para David.
Una ceremonia sencilla en la parroquia. Invité a Lucía, a algunos compañeros suyos y a gente del albergue donde vivió. Dije unas palabras y leí pasajes de su diario. Hubo lágrimas.
Había tocado más vidas de las que jamás imaginé.
Esa noche, en mi cocina, sostuve el cuaderno.
«Lo siento mucho, David», susurré. «No lo supe. Debería haberlo intentado».
Ese momento no lo trajo de vuelta. Pero inició algo nuevo.
La cura.
Poco después, empecé a ser voluntaria en un albergue juvenil. Escuchaba sus historias. Me aseguraba de que nadie se sintiera fuera de lugar.
Era lo mínimo que podía hacer.
A veces sueño con Antonio y David.
Están juntos, riendo. David ya no es el chico callado y reservado que recuerdo. Ahora brilla. Está completo.
Y en esos sueños, Antonio me mira y sonríe.
Como diciendo: «Descubriste la verdad. Y nunca es tarde para amar».







