—¡Lo he decidido, mamá! ¡Basta ya! —Juan miraba por la ventana con los labios apretados, terco como una mula.
—¡Tú… eres un traidor, Juan! —La voz de su madre temblaba, llena de desesperación y reproche.
—¿Yo, un traidor? —El chico casi se atraganta de indignación y, dando media vuelta, salió corriendo de la habitación.
La puerta se cerró de golpe. Se tiró en la cama y hundió la cara en la almohada. La rabia le hervía por dentro, pero poco a poco llegaron los recuerdos: cálidos, con olor a verano y felicidad.
Cuando Juan cumplió ocho años, su padre le regaló la bicicleta de sus sueños: azul brillante, de acrobáticas, reluciente. El niño estaba embobado: desde por la mañana hasta la noche corría con sus amigos en la plaza, olvidándose de todo. Incluso de que pronto era el cumpleaños de su padre. Fue el abuelo quien se lo recordó.
—Juanito, ¿ya tienes listo el regalo para tu padre? —preguntó en voz baja mientras estaban sentados juntos en el porche.
—No, abuelo… no había pensado en eso…
—Bueno, no pasa nada. Si quieres, lo hacemos juntos. Tengo una idea.
Dos semanas estuvieron trabajando en un perchero de madera. Cortaban, quemaban, lijaban y atornillaban los ganchos. Juan trabajaba codo a codo con su abuelo, hasta dejó la bicicleta llena de polvo en un rincón.
El día del cumpleaños, su padre estaba especialmente contento y misterioso. Agradeció el regalo, besó a su hijo, se abrazó con el abuelo. Y entonces, entre risas, sacó del porche una cesta de mimbre.
Dentro dormía un cachorro. Negro, rollizo, con un pelaje brillante.
—Os presento a Tizón. Mi regalo para mí mismo. El sueño de mi infancia.
—¡Pedro, te has vuelto loco! —exclamó su madre, levantando las manos—. ¿Un perro?
—¡Pero si parece un osito! —se rió su padre, y su sonrisa feliz, casi infantil, desarmó a todos.
Tizón se ganó el corazón de la familia al instante. Un bull terrier, crecía como la espuma. Se volvió fuerte, ancho de pecho, tranquilo y amable. Adoraba a su padre: lo seguía a todas partes, lo protegía, lo acompañaba. Y un día… lo salvó.
Una noche en el parque, dos tipos se acercaron a su padre. Cuchillo, amenazas. De repente, Tizón salió de entre los arbustos: negro como la noche, imponente como una sombra. Solo verlo hizo que los atacantes retrocedieran.
—Si hubieran sabido que no le haría daño ni a una mosca… —contaba después su padre con una sonrisa.
Pero lo peor vino más tarde. La enfermedad. Leucemia. En pocos meses, su padre se apagó como una vela al viento. Juan solo tenía doce años. Y Tizón se convirtió en su sombra.
Ahora Juan tiene quince. Hace un año apareció en sus vidas Javier. Un hombre normal, respetuoso. Pero cuando se mudó definitivamente, resultó que tenía una alergia terrible a los perros.
Su madre al principio intentó suavizar las cosas, pero luego fue directa: «Hay que dar a Tizón». Que ahora Javier era familia. Y el perro… Juan escuchaba sin creérselo. ¿Cómo iba a traicionar a quien nunca lo había traicionado?
Preguntó a sus amigos si podían quedarse con Tizón, pero no hubo suerte. Un bull terrier viejo no le convencía a nadie. Tampoco podía dárselo al abuelo: el pobre ya apenas caminaba, ¿cómo iba a cuidar de un perro?
—¡No lo llevaré a una perrera! —dijo Juan el día de la conversación decisiva.
—Pero Javier es de la familia… —lloraba su madre—. ¿Prefieres a un perro antes que a una persona?
—Antes que a Javier, sí —susurró Juan—. Porque él es mi familia. Y Tizón era la familia de papá. Y la mía. Y la tuya, mamá. Nos iremos con el abuelo. No seremos un estorbo.
—¿Y yo qué? ¿Dividida entre dos casas? Trabajo, Juan…
Sin decir nada, señaló el perchero que había hecho con su abuelo. Allí colgaba la correa de Tizón.
—Ya lo he decidido.
—¡Traidor! —susurró ella, y la voz le falló.
Más tarde, el abuelo llamó a su madre.
—Lidia, déjalo que venga conmigo. Tiene educación a distancia. Y la verdad, me hace compañía. Y que se quede Tizón. No es el primer perro que tengo.
Entonces Javier dijo:
—Déjalo, Lidia. Es casi un hombre. Y el perro estará bien. ¿Para qué obligarlos?
Juan llegó con Tizón y una mochila deportiva. El perro, resoplando contento, se tumbó junto al televisor del abuelo. Todo volvía a su sitio.
Hasta que un día, el abuelo llamó con voz temblorosa:
—Juanito, me duele el corazón. Ven…
Juan salió corriendo de clase. La vecina ya había llamado a la ambulancia, pero estaba nerviosa, mirando el reloj.
—Gracias, Doña Carmen. Ahora nos ocupamos nosotros.
La ambulancia llegó rápido. El médico le puso una inyección. La enfermera, una chica llamada Lucía, se quedó en la puerta mirando a Tizón.
—No temas, es bueno —dijo Juan rápidamente.
—No tengo miedo —sonrió Lucía y entró.
El médico dejó indicaciones. Las transfusiones serían en casa.
—¿Alguien puede ayudarle?
—No… —Juan se encogió de hombros.
—Lucía, ¿te encargas? —preguntó el médico.
—Claro. Si el bicho no me come.
Le guiñó un ojo al perro. Tizón, en respuesta, resopló como si asintiera. Y así empezó todo.
Lucía venía cada día. Juan empezó a acompañarla. Luego a pasear con ella. Luego a quedarse charlando en el parque. Sus conversaciones se hacían más largas, más íntimas, más importantes…
Hasta que nació Pablo.
Tizón recibió a Lucía del hospital como un miembro más de la familia. Cambió su sitio junto al televisor por una alfombra al lado de la cuna. Vigilaba al bebé, gruñía si se despertaba. Dormía cerca. Estaba ahí. Siempre.
El pequeño dio sus primeros pasos agarrado a su collar.
Y Tizón cumplió trece. Resoplaba con esfuerzo, pero seguía al niño paso a paso. Viejo, sabio, cansado, pero igual de leal.
Un día, Lucía salió al súper: leche, pañales. Pablo dormía, el abuelo estaba en casa.
—No te preocupes —dijo el abuelo—. Lo tenemos controlado.
Pero el corazón le falló. Dolor, oscuridad, debilidad.
Tizón saltó al sofá, lamió su mano. Luego fue a la cuna. Después, a la puerta. La puerta abierta. Corrió a casa de la vecina. Ella entendió: algo pasaba.
Juan volvió al olor a medicina y al silencio tenso de la casa.
—Perdón —lloraba Lucía—. Si no hubiera sido por Tizón…
—No ha pasado nada. Todo está bien.
Tizón los miraba desde el suelo. Su mirada era intensa, profunda, llena de amor.
Él nunca traicionó.
Nunca.