A veces, la vida te lleva por caminos oscuros, haciéndote cargar maletas llenas de dolor, vergüenza, cansancio y miedo. Pero llega un momento en que simplemente las dejas caer al suelo, enderezas los hombros y das un paso hacia adelante. Un paso hacia lo desconocido. Hacia la libertad. Hacia ti misma. Así fue para mí. Ahora, cuando miro atrás, siento que la mujer que era antes del divorcio es una persona completamente diferente. Olvidada, perdida y rota.
Me llamo Leticia. Soy oriunda de Valladolid y tengo 52 años. Hace mucho tiempo, me casé sin amor. No porque quisiera, sino porque “así tenía que ser”. En nuestro barrio y en aquellos tiempos, una mujer sin marido a los 25 años era vista como un problema, una vergüenza para la familia. La presión era constante: padres, tías, vecinas. No podía ir al cine con una amiga sin que me preguntasen: “¿Y el novio? ¿Es cosa seria? ¿Para cuándo la boda?”
Así que me casé. Con un antiguo compañero del colegio, Luis. Era un hombre común, incluso demasiado. Sin cualidades especiales ni ambiciones. Pero con pasaporte y anillo. La familia suspiró aliviada. No trajo felicidad.
Luego nacieron mis hijas, una tras otra. Eso sí que fue mi felicidad. Me encantaba ser madre, coserles vestidos, hacerles peinados. En eso encontraba mi aire. Casa, niñas, aguja e hilo — en ese mundo respiraba. Pero el dinero escaseaba terriblemente. Mi marido no sabía ni quería trabajar. Cambiaba de trabajo, lo dejaba, buscaba nuevo, volvía a beber. Y cada vez se hundía un poco más en el fango.
Al principio lo soporté. Luego propuse: voy a empezar a coser en casa, al menos habrá algo de dinero. Se enfureció: «¡La mujer debe quedarse en casa, no mantener a la familia!» Pero pronto ya no había con quién hablar — comenzó a beber en serio. Las botellas se acumulaban en el trastero, como monumentos a mis esperanzas.
Y luego — la crisis. Los años 90. No había trabajo en absoluto. La mayor preparándose para la graduación, la menor al borde de la adolescencia, y en casa — un marido borracho y un frigorífico vacío. Cuando por primera vez me lanzó gritos e insultos, entendí: era el fin. Eso ya no era una familia, era supervivencia.
Al día siguiente — un nuevo golpe: me apretó el cuello, gruñendo al oído: «¿Dónde escondes el dinero, desgraciada?» Apenas podía respirar. Me salvó la mayor — entró corriendo, lo apartó, llamó a los vecinos. Lo echaron de casa. Luego vino el juicio. El divorcio. La repartición de nada — no había nada que repartir.
Me quedé sola. Mujer. Con dos hijas. Con golpes en el cuerpo y el alma destrozada. En una ciudad sin futuro. Pero — me quedé. Sobreviví. Me levanté.
Mis hijas se convirtieron en mis alas. La mayor entró a estudiar a distancia y trabajó de camarera. Yo — saqué la máquina de coser y volví a lo mío. Coser, remendar, ajustar, transformar. La gente no podía permitirse grandes lujos, vestían lo que podían, y pronto tuve clientela.
Poco a poco salimos adelante.
Entonces — un milagro. Mi hija conoció a un extranjero. Un chico suave, amable. Hicieron una boda modesta y se fueron. Un año después me convertí en abuela. Nos enviaban ayuda. Pudimos comprar carne. Volví a dormir por la noche.
Tampoco la menor nos defraudó. Estudió, se esforzó. Finalmente, ingresó a la universidad en Estados Unidos — la mayor le ayudó con dinero y consejos. Me quedé sola. Sí, fue duro, el corazón aullaba. Pero sabía que era por su futuro.
Un día mi hija mayor me llamó y dijo:
— Mamá, te mereces unas vacaciones. ¿Tienes el pasaporte en un cajón? Búscalo. Te he reservado un crucero.
Al principio pensé que no había oído bien. ¿Un crucero? ¿Yo? Me encontré a bordo de un enorme barco, donde todo brillaba, olía a exotismo, donde las mujeres reían sin miedo y los hombres miraban a los ojos. No encontré a un príncipe allí. Pero me encontré a mí misma. La verdadera.
Estaba de pie en la cubierta por la noche, mirando cómo el agua se partía bajo el casco, y pensaba: sobreviví. Pude hacerlo. Dejé atrás a quien me rompía y construí un hogar de nuevo. No solo vivía — volví a soñar.
Al regresar, decidí no detenerme. Tomé una cámara de fotos. Ahora mi hobby es viajar por España y fotografiar. Viajo con amigas, exploramos pequeños pueblos, reservas naturales, templos antiguos. Hago fotos y las envío a mis hijas. Y ellas me escriben: «Mamá, eres la más fuerte. Y la más feliz».
Ahora no soy rica, pero lo tengo todo. Libertad. Una sonrisa. Y fe en mí misma.
Aquellos años oscuros quedaron atrás. Y adelante — luz, nuevos caminos y yo. La verdadera.