Sueño sobre ruedas: un viaje de dolor y libertad

**Un sueño sobre ruedas: el viaje a través del dolor y la libertad**

Lucía y Javier vivían en un pequeño pueblo en las afueras de Zaragoza. Por fin, habían cumplido su sueño de toda la vida. Años ahorrando, renunciando a pequeños lujos, vendiendo hortalizas de su huerto y aceptando trabajos extras. Todo por un mismo objetivo: comprar un coche fiable y emprender el viaje con el que soñaban desde su boda.

Y así fue. En el garaje, junto al viejo Seat, apareció un reluciente todoterreno negro. Javier, radiante de orgullo, lo contemplaba, acariciando la carrocería como si temiera que se esfumara. Lucía, sentada en el asiento del copiloto, cerraba los ojos imaginando aquellos paisajes que tanto deseaban explorar juntos.

El itinerario estaba planeado al detalle. Javier había calculado el consumo de gasolina, marcado gasolineras y campings, organizando cada jornada con precisión. Él se encargaba de lo técnico: el coche, la ruta, las reparaciones. Lucía, por su parte, había investigado restaurantes típicos y puntos de interés cultural. Era una preparación impecable, como si se tratara de la expedición más importante de sus vidas.

Nunca le contaron su sueño a su hija ni a su yerno. Era algo íntimo, su secreto compartido. ¿Para qué involucrar a los jóvenes?

El verano agonizaba. Solo quedaba cerrar la casa de campo y partir. Aquel día, desconectaron el agua, guardaron las herramientas y llenaron el maletero del Seat con conservas, manzanas y zanahorias. Los veinte kilómetros hasta el pueblo pasaron volando. Javier tarareaba una canción mientras Lucía, sonriente, miraba el paisaje, imaginando la aventura que les esperaba.

De pronto, la melodía se interrumpió. Javier se aferró al volante, palideció y frenó bruscamente. El coche patinó, el cinturón oprimió el pecho de Lucía. Javier se desplomó sobre el volante. Ella, paralizada, tardó un instante en reaccionar antes de lanzarse hacia él. Ya no respiraba. Sus manos temblaban, su corazón golpeaba su pecho, su mente se negaba a aceptar la realidad.

Llamó a la ambulancia, mojó un pañuelo con agua, intentó reanimarlo… pero no hubo respuesta. Los médicos confirmaron lo peor: un infarto. Las palabras se perdían en el vacío que la rodeaba. Llegó la policía, su hija Claudia con su marido. Preguntas, condolencias. Claudia sollozaba; Lucía, petrificada, observaba cómo se llevaban el cuerpo de su Javier.

Los días siguientes fueron un borrón. Lucía vagaba como un autómata, cumpliendo gestos vacíos, sin lágrimas. Su alma parecía haber muerto con él, dejando solo un cascarón habitando el piso donde vivieron.

Pasaron nueve días, cuarenta, tres meses. Claudia visitaba a su madre, llevaba la compra, intentaba hablar… pero Lucía permanecía en silencio, distante como un espectro.

Hasta que un día, Claudia preguntó:

—Mamá, ¿de quién es el coche que está en el garaje?

—De Javi… —su voz se quebró.

Y entonces, los recuerdos la arrasaron: la compra del coche, la emoción de Javier, su risa, sus planes. Un llanto convulso la sacudió por primera vez en meses, ahogando las preguntas de su hija: «¿Lo compró papá? ¿Cuándo? ¿Por qué no dijeron nada?» Lucía no podía responder. Solo lloraba, comprendiendo que nunca más vería su sonrisa ni sentiría su calor.

Lloró todo el día y parte de la noche. Durmió al amanecer y, al despertar, supo que debía seguir. Sin él. Sería duro, casi insoportable, pero no había otra opción.

Con la primavera, Lucía volvió a la casa de campo. Quizá por costumbre, quizá para no hundirse en el vacío. En la mochila de Javier —que no había tocado desde aquel día— encontró una carpeta gastada. La abrió, y su corazón se aceleró antes de encogerse de dolor. «¿Qué sueño? ¡Ya no hay sueño!», pensó, cerrándola de golpe. Pero en vez de guardarla, la metió en su bolso.

Viajó en tren. Su yerno prometió llevarla en el todoterreno, pero el trabajo lo retenía. Ella no se quejó. La juventud tiene sus prisas. ¿El coche? Que se lo quedaran. Ya no le importaba.

Por las noches, en la quietud de la casa, recordó la carpeta. La abría y la cerraba al instante, el dolor era demasiado. Pero al día siguiente, volvía a hojearla. Releía las notas de Javier, sus meticulosos planes, gasolineras, rutas. Poco a poco, el dolor se suavizó, y una chispa renació en su pecho. Era como si él estuviera allí, planificando el viaje a su lado.

Para finales del verano, Lucía había revivido. Sabía lo que debía hacer. De vuelta en la ciudad, se apuntó a clases de conducción —no las básicas, sino avanzadas—. Viajar sola requería preparación. El instructor, escéptico ante su edad, la vio agarrar el volante con determinación, aprendiendo hasta que sus manos temblaban.

Y lo logró. El carnet de conducir era suyo.

Una tarde, fue a casa de Claudia. El todoterreno estaba aparcado frente al portal. Acarició la carrocería, notando algunos arañazos, como si lamentara su descuido. Llamó a su hija, pidió las llaves y los papeles. Revisó los documentos, cogió las llaves y se sentó al volante.

Encendió el motor, colocó la mano en la palanca de cambios y, bajo la mirada atónita de su hija y su yerno, salió del aparcamiento. Tres días después, cruzaba la frontera hacia el primer país de la ruta que Javier y ella habían soñado.

Hablaría con Claudia más tarde. Su hija lo entendería.

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