Oye, qué historia más dura, ¿sabes? Mira, todas las mujeres sueñan con encontrar un buen hombre, formar una familia y ser felices de verdad. Pero ya sabes, la vida no es un cuento de hadas para todos. Y cuanto más amas, más duele cuando todo se va al traste.
Elena estaba segura de haber encontrado al amor de su vida. En el instituto conoció a Álvaro, un chico alto, guapo, con una sonrisa de película. Le volvió la cabeza al instante. Todo empezó con amistad, paseos bajo la luna, promesas… Con los años, se hicieron novios.
Su madre, María del Carmen, nunca lo vio con buenos ojos. Para ella, Álvaro era un vago sin ambición. Pero Elena estaba ciega de amor —para ella, él lo era todo. Ella entró en la universidad con buenas notas; él, a duras penas, en un módulo. Y al poco, lo dejó.
—¡Mamá, no lo entiendes! ¡Esto es amor de verdad! —decía Elena, sin querer escuchar ninguna crítica.
Cuando Álvaro consiguió trabajo de dependiente en una tienda de electrónica, se creyó en la cima del éxito. Eso sí, el sueldo apenas le daba para cervezas y patatas, pero a él le bastaba. A María del Carmen, no. Intentó hacer entrar en razón a su hija, pero nada.
Se casaron con una boda humilde y se mudaron a un piso compartido en Zaragoza, en una habitación minúscula con paredes de papel y vecinos cotillas. A Elena no le importaba —lo único que quería era estar con él. Álvaro trabajaba sin ganas, y si ella le pedía ayuda, se encogía de hombros. Elena empezó a pedirle dinero a su madre. María del Carmen no se negaba: le ayudaba con comida, ropa, incluso sus ahorros.
Cada visita del yerno le revolvía el estómago. Le parecía un inepto, un lastre. Para ella, no era un hombre de verdad.
Cuando las cosas se pusieron feas, Elena le pidió a su madre quedarse en su casa un par de meses, ahorrar para un alquiler. María del Carmen accedió a regañadientes, pero pronto se arrepintió: Álvaro pasaba el día tirado en el sofá, mientras su hija se partía el lomo. Elena intentaba estudiar, trabajaba desde casa —agotada, pero defendiéndolo.
—Es que está cansado… —justificaba ella.
A los tres meses, Álvaro no aguantó más la presión y convenció a Elena de volver al piso compartido. Allí, aunque apretados, al menos no había sermones. Su madre respiró aliviada, con un miedo: que su hija no acabara embarazada.
Pero la vida, como siempre, tiene mal sentido del humor. Álvaro perdió el trabajo. Elena, en cambio, ascendió y empezó a ganar bien. Y pronto se supo: esperaban un bebé.
María del Carmen se emocionó al saber que sería abuela, pero la alegría duró poco. Su yerno seguía sin caerle bien, y cuando Elena, harta de la habitación, le pidió quedarse otra vez, ella puso una condición:
—Solo tú y la niña. Álvaro no pisa mi casa.
—¡Mamá, es el padre de mi hija! —gritó Elena.
—¿Y tú pensaste en eso cuando te casaste con él? —le espetó su madre, fría—. Que primero demuestre que es un hombre.
Elena se desgarraba. Por un lado, el cansancio, el bebé, la falta de espacio. Por otro, el orgullo. Volvió con su marido a aquel cuartucho, esperando que su madre cambiara de opinión. Pero María del Carmen no cedió.
Para ella, Álvaro era un extraño, no el hombre que quería para su hija y nieta. Pero, ¿qué se le va a hacer? Los hijos eligen con el corazón, no con la cabeza. Su corazón de madre sufría, pero su decisión seguía firme.
El tiempo dirá quién tenía razón. Mientras, ambas —madre e hija— aprenden a quererse desde la distancia, aceptando decisiones que no coinciden con sus sueños.
Tú qué opinas, ¿hizo bien María del Carmen? ¿O debería haber aceptado al yerno por su hija y su nieta?







