*Enviando mensaje de voz…*
¡Ay, hija, no me vas a creer lo que me pasó esta mañana con mi suegra! Entro yo a la cocina, tranquilita, con mis planes de hacer un café y unas tostadas, y ahí está ella, Carmen López, con esa sonrisa que ya me la conozco… “Buenos días, mi niña”, me dice, como si no hubiera dejado la cocina patas arriba. Y claro, cuando levanto la tapa de esa olla gigante que ha puesto en medio de la mesa, me encuentro con un cocido que parecía más bien una excavación arqueológica: garbanzos, chorizo, morcilla y… ¿era coliflor o un trozo de esponja? ¡Por todos los santos!
Nosotros, mi marido Javier y yo, llevamos medio año viviendo con mis suegros en su casa de Toledo. Cuando nos casamos, ellos insistieron: “Aquí hay espacio, ¿para qué alquilar? La familia está mejor junta”. Y yo, ilusa, pensé: “Bueno, Pepe (mi suegro) es un cielo, siempre en el taller con sus maquetas de trenes o viendo el fútbol, cero líos”. Pero Carmen… Ay, Carmen. No es mala, no, pero tiene esa manía de “ayudar” sin preguntar y llamarlo cariño. Sus “sorpresitas” son legendarias.
Hoy era el cocido. La nota decía: “Para vosotros, Laura, que siempre estáis con eso de las ensaladas”. ¡Como si Javier y yo viviéramos de lechuga! Encima, cuando le dije: “Carmen, gracias, pero no hace falta que cocines por nosotros”, se me quedó mirando como si le hubiera insultado: “Ay, hija, vosotros no sabéis lo que es comer de verdad. Esto lleva horas de cocción, como hacía mi madre”. ¡Pero si mi tortilla de patatas desaparece en cinco minutos en esta casa!
La semana pasada fue lo de las conservas: tres tarros de berenjenas de Almagro que aparecieron en nuestra nevera, desplazando mis yogures. “Para que no os falte de nada”, me dijo, como si estuviéramos en la posguerra. Y el mes pasado, “organizó” mi armario y todavía no encuentro mi chaqueta favorita. Javier solo sabe reírse: “Cariño, es su manera de querernos”. ¡Fácil decir eso cuando no tienes que descifrar si lo que hay en la olla es carne o un zapato viejo!
Lo peor es que ella lo hace de corazón. Se cree que sin su cocido nos morimos de hambre, y que sus consejos (“Laura, eso no se fríe así”) son sagrados. Pero yo quiero hacer sushi un día, o una pasta con albahaca, sin que me mire como si hubiera insultado a su abuela.
Hablé con Javier, y ya sabes: “Déjala, que es mayor”. Vale, pero si este finde aparece con otro “detallito” (esta semana avisó que hará magdalenas “como las de antes”), igual le sirvo té matcha delante suyo a ver si le da un síncope.
Eso sí, cuando la veo feliz porque Javier repite el cocido (bendito sea mi marido, tragando como un campeón), pienso: “Bueno, al menos no es de las suegras que te esconden los cubiertos”. Pero madre mía, ¿tan difícil es preguntar antes de invadir mi cocina con legumbres de la Reconquista?
*Fin del mensaje…*







