Sorpresa al levantar la tapa: el asombro de una suegra

La suegra asomó la cabeza a la cazuela y dio un grito de horror

María del Carmen se despertó al amanecer y, como siempre, se dirigió a la cocina de su casa en las afueras de Sevilla. Para su sorpresa, su nuera ya estaba allí, moviéndose junto al fogón.

—Buenos días —sonrió Ana, removiendo algo en la cazuela.

—Buenos —refunfuñó María del Carmen, arrugando el nariz—. ¿Qué estás preparando?

—Cocido madrileño —respondió la nuera sin levantar la vista—. A Javier le encanta.

—¿Cocido? —La suegra olfateó con recelo—. ¿Así huele el cocido?

—¿Y cómo debería oler? —Ana se encogió de hombros, tapó la cazuela y salió de la cocina.

María del Carmen, sin perder tiempo, se acercó al fuego, destapó la olla y miró dentro. Lo que vio la hizo retroceder como si hubiese visto un veneno.

—¿Qué brebaje es este? —murmuró, alejándose con gesto de repulsión.

Ana volvió con los platos y, al notar la reacción de su suegra, explicó con calma:

—Cocido, María del Carmen. Verduras de nuestra huerta, recién cogidas. Cocinar con lo tuyo es como una fiesta.

—¿Fiesta? —bufó la suegra, cruzando los brazos—. ¡Esa huerta es una condena! Perder el tiempo cavando cuando puedes comprarlo en el mercado. No os entiendo.

—A mí me gusta —respondió Ana con dulzura, sirviendo el cocido—. La tierra da fuerza cuando la trabajas.

—¿Fuerza? —María del Carmen puso los ojos en blanco—. Eso es para los que no tienen oficio. La gente normal… —Se interrumpió al ver que Ana seguía sonriendo, como si no oyera sus puyas—. ¿Para quién has hecho tanta cantidad?

—Para nosotros —contestó la nuera—. Dura un par de días. Javier siempre repite.

La suegra dio un paso atrás, como si el aroma le mareara.

—¡Yo no voy a probar eso! —declaró con dramatismo—. ¡Con solo olerlo me revuelve el estómago! ¿Qué le has echado?

Ana suspiró, evitando mirarla. Por el rabillo del ojo vio a Javier, su marido, que acababa de entrar y observaba la escena en silencio.

María del Carmen no entendía qué le había pasado a su hijo. Dos años atrás, Javier era un chico urbano, un prometedor ingeniero. Iban juntos a exposiciones, hablaban de restaurantes y soñaban con su carrera. Y de pronto, esta vida rústica, la huerta, esta Ana tan sencilla. ¡Hasta su nombre le crispaba los nervios!

Javier siempre había sido un buen partido —alto, inteligente, educado—. ¡Cuántas muchachas de buena familia suspiraban por él! ¿Por qué eligió a esta aldeana y esta casita apartada? María del Carmen esperaba que su hijo “se le pasara la tontería” y volviera a la ciudad. Pero el tiempo pasaba, y Javier se hundía más en su “idilio campestre”.

Decidió actuar. La cena con Ana era la excusa perfecta. Planeó recordarle a su hijo quién era y sacarlo de ese aislamiento antes de que fuera tarde.

Javier entró en la cocina, abrazó a su mujer y se dirigió a su madre:

—Mamá, prueba el cocido. Ana lo hace de maravilla.

—Javier, sabes que tu padre y yo nunca comimos esos potajes de pueblo —esquivó María del Carmen—. De pequeño, tú mismo le hacías ascos. Decías que era comida de viejos.

Ana sonrió al imaginar a un Javier pequeño frunciendo el ceño ante el plato. Pero ahora era un hombre, y sus gustos habían cambiado.

—Mamá, los tiempos cambian —dijo él, sonriendo—. El cocido de Ana es una obra maestra. Pruébalo.

—¿Obra maestra? —La suegra se sofocó de indignación—. ¿Llamas obra maestra a un puchero de garbanzos? Las obras maestras son los teatros, los museos, ¡no estos guisotes!

Ana intentaba ignorar sus palabras, pero algo dentro de ella dolía. Sabía que para su suegra no era más que una rústica indigna de su hijo. Y aún así, deseaba que alguna vez valorara su esfuerzo.

—Mamá, basta —dijo Javier con firmeza—. Ana hace mucho por nosotros. Somos felices, y eso es lo importante.

—¿Felices? —María del Carmen apretó los labios—. Ya veremos cuánto dura. Eres un hombre de ciudad, Javier. Esta vida de huerta es un capricho. Acabarás recordando mis palabras.

Javier la miró con reproche:

—Soy adulto, mamá. Ana y yo elegimos esto, y no me arrepiento.

—Todavía no —replicó la suegra—. Pero has olvidado lo que es vivir de verdad. Esta Ana te ha hechizado con sus berzas, pero no durará.

Ana no pudo contenerse:

—María del Carmen, ¿qué tiene de malo nuestra vida? No molestamos a nadie. Javier es feliz, ¿no le alegra eso?

—¿Alegrarme? —estalló la suegra—. ¡Te lo llevas a la nada, lejos de todo! A ti te conviene tenerlo aquí. ¡Y seguro que pronto tendrás un niño para atarlo del todo!

Ana se quedó helada ante la crueldad de sus palabras. Javier se levantó, con la mirada oscura:

—Madre, has pasado el límite.

María del Carmen no cedió:

—Digo la verdad, hijo. No puedes vivir así para siempre. ¿Cómo un hombre como tú puede disfrutar de estas labranzas y pucheros?

Javier sonrió de pronto:

—Mamá, fui urbano porque no conocía otra cosa. Ana me mostró esta vida, y me gusta.

La suegra resopló, pero no insistió. Su plan había fracasado, pero en su mente ya germinaba otro. No se daría por vencida.

Cuando María del Carmen se marchó, Ana se quedó sentada en la cocina, mirando la cazuela de cocido. Le reconfortaba que Javier la defendiera, pero el dolor seguía ahí. Quería que su suegra aceptara su vida. Golpeó el borde de la olla con la cuchara, pensativa.

Javier entró, se sentó a su lado y le tomó la mano:

—Ana, no le des vueltas. Mi madre siempre cree saber lo mejor. Pero yo te elegí a ti y esta vida. Si ella no lo entiende, es su problema.

Ana asintió, abrazándolo:

—Solo quiero que nos acepte. Pero quizá pido demasiado.

—Tal vez algún día lo haga —dijo él suavemente—. Y si no, seguiremos siendo felices.

Ana sonrió, sintiendo cómo el dolor se aliviaba. Su pequeño mundo, su hogar, su cocido… era su felicidad, y nadie podía quitársela.

—Oye —rió ella—, terminemos este cocido. Por nosotros, por nuestra vida, aunque parezca simple.

Javier cogió su cuchara:

—Por nosotros, por nuestro cocido y por todo lo que vendrá.

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