Sombras del pasado: camino hacia una nueva felicidad

**Sombras del pasado: Un camino hacia la felicidad**

El frío cortaba como cuchillas cuando Javier salió del trabajo, resbalando casi en los escalones helados de la oficina. La noche anterior había caído aguanieve, y ahora el viento zarandeaba su rostro. Las calles de Barcelona estaban atestadas, los cláxones sonaban impacientes, pero hoy los atascos le daban una tregua. No tenía prisa por llegar a casa.

Algo se había roto entre él y Lucía. Siete años de matrimonio, desde sus días universitarios, se habían esfumado en la monotonía. Si alguna vez hubo amor, ahora solo quedaba costumbre. Javier se preguntaba: ¿Dónde estaba aquello que los unió? ¿Existió siquiera?

Toda pareja tiene crisis, pero sin hijos por los que luchar, su matrimonio parecía un barco a la deriva. Lucía nunca lo volvió loco, pero a su lado todo era cómodo, previsible.

—Llevamos cuatro años juntos— le dijo ella una tarde en la universidad—. ¿Qué pasa contigo? Quiero saber si estoy en tus planes.

Sus palabras sonaron a boda. Javier no pensaba en casarse, pero respondió:
—Claro que sí. Terminaremos la carrera, encontraremos trabajo y nos casaremos. ¿Por qué lo preguntas?
—Necesito seguridad— susurró ella.

Javier la abrazó, convencido de que todo ocurriría como decía:
—No te preocupes. Habrá vestido blanco, boda, hijos… todo.

Lucía no volvió a mencionarlo hasta el día de su cumpleaños, ya con sus primeros empleos en empresas distintas.
—Mamá pregunta cuándo nos casaremos— dijo, mirándolo fijo.
—¿Por qué la prisa?— esquivó él.
—¿Es que no me quieres?— su voz tembló—. ¿Para qué me ilusionaste todos estos años?

Javier estaba acostumbrado a ella. ¿Para qué buscar otra? En su cumpleaños, le regaló un anillo y se arrodilló. Lucía brilló de felicidad; su madre lloró de emoción. En casa, su propia madre frunció el ceño:

—¿Tan pronto? Primero afianzaos. ¿O hay… alguna razón?

Nunca le había agradado Lucía. Bajo su apariencia dulce, había algo calculador.
—No hay razón— contestó Javier—. Nos queremos. Cuatro años son suficientes.
—Esto es idea suya— susurró su madre—. Piensa bien, hijo.

Pero la decisión ya estaba tomada.

La boda en mayo fue perfecta. Lucía, con su vestido de encaje, parecía la primavera hecha mujer. Los hijos podían esperar, primero querían piso y coche. Sus padres les ayudaron con la entrada del préstamo, compraron un ático en el Ensanche y amueblaron cada rincón. Su padre les regaló su viejo Seat, y él se compró uno nuevo. La vida sonreía.

Hasta que Lucía tuvo una idea: Javier debía montar un negocio. Un excompañero vendía electrónica y buscaba socio.
—Soy ingeniero, me gusta mi trabajo— se defendió él—. El mercado está saturado.
—Pensé que querías ser tu propio jefe— insistió ella—. La electrónica siempre vende.
—No quiero— zanjó él.

Lucía se enfureció. Discutieron como nunca, pasaron días sin hablarse. Luego, la paz volvió… hasta que ella retomó el tema. Javier empezó a sospechar que su madre tenía razón: se había casado demasiado pronto. ¿Amaba realmente a Lucía?

Por suerte, el excompañero quebró. Pagaron la hipoteca, compraron un todoterreno para Javier y un utilitario para Lucía. Era hora de pensar en hijos. Su madre presionaba:
—¿Por qué no tenéis niños? ¿Algo va mal?
—Todo llegará— mentía él, ocultando que Lucía se negaba.

—Nuestros amigos ya son padres— le dijo una noche—. Tenemos treinta años, trabajo, casa… es el momento.
—¿Hijos?— se rio ella—. No pienso tirar mi carrera por un bebé. ¿Convertirme en ama de casa? Acabarías odiándome.

Lucía ascendió, sumergiéndose en proyectos. Los hijos quedaron como sueño de Javier; ella eligió su carrera.

Esa noche, tras salir del atasco, entró en casa. Lucía estaba con el móvil.
—¿Tan tarde?— refunfuñó.
—Tráfico— respondió.
—Carla nos invitó a Nochevieja— comentó—. ¿Por qué no dices nada?
—Ya aceptaste por mí— encogió él los hombros.
—¿Te molesta?— replicó irritada.
—Quería quedarnos solos. Nos estamos distanciando, Lucía. Velitas, cena… algo especial.
—¿En serio?— resopló—. Tele, luego a tus padres, luego a mi madre. Aburrido. Le dije que sí a Carla.

Se hundió en el sofá. Javier intentó otra vez:
—Digamos que cambian los planes.
—No— cortó ella.

En la fiesta, Javier vio a un hombre mirar a Lucía sin disimulo. Ella coqueteaba, reía demasiado alto, luego bailó con él. Más tarde, los encontró hablando en un rincón. Javier se marchó sin decir nada.

Lucía llegó tres horas después, furiosa:
—¡Me dejaste sola!
—Estabas ocupada— replicó él—. ¿Te acompañó tu caballero?
—¡Sí! Y tú…— se mordió la lengua.
—¿Qué yo? ¿Él es rico y yo un fracasado? ¿Divorcio?
—¡Sí!— gritó ella.

Pasaron la Nochevieja peleando. El divorcio fue inevitable. Lucía exigió el piso, pero Javier se negó: él pagó la hipoteca, la reforma. El juez repartió sus bienes. A ella le tocó un estudio, parte de los muebles.

Al principio, la soledad pesó, pero Javier se adaptó. Aprendió a cocinar, la lavadora hacía su trabajo, y aunque odiaba planchar, lo superó.

Una tarde, al llegar a casa, oyó un portazo. Una mujer tropezó en el umbral, y él la sostuvo a tiempo.
—¡Se me rompió el tacón!— exclamó—. ¡Llego tarde!
—Déjeme acompañarla— ofreció—. Se cambia y la llevo.

Ella sonrió agradecida:
—Gracias… ¿En serio?

En el coche, confesó:
—Le conozco. Hace dos meses inundé su casa. Vivo arriba.

Javier recordó: aquel día parecía mayor.
—Mi hijo murió hace año y medio— susurró—. Mi marido no lo superó. Ahora tiene otra familia, un bebé en camino. Usted tampoco parece feliz.

No hubo tiempo para responder. Al día siguiente, ella bajó con un tupper.
—Es mi manera de agradecer. Cocino para nadie.

Javier la invitó a cenar.
—Soy Marina— dijo—. Mi hijo me llamaba «Mariquita», como la de la tele.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Esa noche, se despidió pronto.

Empezaron a cruzarse en el portal, a hablar brevemente. Cuando Javier enfermó, ella le llevó medicinas:
—Te oigo toser de noche.

Ella le daba comida; él le arreglaba aparatos.

En Nochevieja, Javier rechazó a sus padres. Bebió champán, miró la tele, sintiéndose náufrago. A medianoche, llamaron. Era Marina, con vestido nuevo y melena suelta.
—He cocinado mucho. ¿Cenamos juntos?

En la mesa, él cabeceaba.
—Me voy, o me duermo— dijo.
—Quédate— suplicó ella—. No quiero estar sola. Si pienso en mi hijo, lloraré.

Se quedó. Esa noche, sus caricias lo despertaron. Por laA la mañana siguiente, mientras desayunaban juntos en la cocina bañada por el sol, Javier supo que había encontrado lo que tanto había buscado sin darse cuenta: un hogar de verdad.

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