Solo amigos

**Solo éramos amigos**

El timbre del teléfono arrancó a Lucía de su cena. Cocinar para ella sola era algo raro. Por las mañanas se conformaba con un café, almorzaba en el trabajo y cenaba un vaso de leche con galletas. Si el apetito apretaba, se freía un par de huevos. Los fines de semana iba a casa de sus padres. Su madre nunca dejaba que se marchase sin un tupper lleno de comida; negarse era como declararle la guerra.

Lucía acababa de terminar su vaso de leche cuando desde el dormitorio sonó el insistente tono del móvil. Llevaba tiempo pensando en cambiarlo por algo menos estridente. Aquella melodía le taladraba los nervios, clavándose en el cerebro. No pudo aguantar más, dejó el vaso y fue a por el teléfono. Número desconocido, pero si alguien insistía tanto, sería importante. Apretó el botón de responder.

—Hola. Ya no esperaba que contestaras —dijo una voz que le resultaba dolorosamente familiar. Años después, y ella la reconoció al instante. «Cuelga», le ordenó su voz interior.

—Por favor, no cortes. Necesito hablar contigo —suplicó su antigua amiga, como si hubiera adivinado sus pensamientos.

Lucía guardó silencio y esperó.

—No tengo a nadie más. Solo tú puedes ayudarme. Dame tu dirección, iré en seguida. Créeme, es muy importante —añadió Marta, tras una breve pausa.

Algo grave ocurría. Marta no habría llamado así, sin más. Hubo un tiempo en que fueron uña y carne, pero eso pertenecía a otra vida.

—Vale, te lo mando por mensaje —dijo Lucía antes de colgar.

El corazón le latía con fuerza. ¿Por qué? Mientras tecleaba su dirección, los dedos le temblaban. Marta respondió al instante: «Espérame».

Lucía volvió a la cocina, lavó el vaso y se sentó.

Años llevaba apartando cualquier pensamiento sobre su antigua amiga. Creía haber perdonado, olvidado, superado. Pero aquella llamada removió de golpe todos los recuerdos, que cayeron sobre ella como una avalancha.

***

A su madre le encantaba la película *La muchacha de la ciudad*. España había cambiado, pero aquella historia seguía tan vigente como siempre. Tanto, que le puso a su hija el mismo nombre que a la protagonista. Cada vez que Lucía se presentaba, alguien mencionaba la película.

A diferencia de la actriz que dio vida al personaje, Lucía no era especialmente guapa. Rubia clara, de pestañas casi transparentes y ojos pequeños, grises. Tampoco estaba contenta con su cuerpo. «Todavía crecerás», la tranquilizaba su madre.

En cambio, Marta tenía un pecho alto, bien formado, y lo lucía con orgullo. Las miradas de los chicos se posaban allí y se quedaban pegadas, como si la prendieran.

Cada verano, Lucía pasaba las vacaciones en el pueblo de su abuela. Lo que antes era una aldea ya se había convertido en una urbanización. Solo quedaban cuatro casas habitadas en invierno: la de su abuela, la de la vecina doña Carmen y dos familias de ancianos. A doña Carmen le visitaba su nieto cada verano, y con él pasaba Lucía las largas tardes estivales.

Hasta que un verano todo cambió. Cuando vio a Daniel, ya no era el chiquillo de siempre, sino un adolescente apuesto, y le dio vergüenza abalanzarse sobre él como antes. Él, en cambio, la saludó con naturalidad y la invitó al río, como si nada.

Caminaron charlando, pero al llegar a la orilla, Lucía no se atrevió a quitarse el vestido delante de él. Esperó a que se metiera en el agua, y entonces, de espaldas, se lo quitó rápidamente y se lanzó al agua antes de que pudiera fijarse en lo poco que había crecido su pecho.

A finales de agosto, todos se marchaban hasta el próximo verano. Nunca se les ocurrió intercambiar direcciones o teléfonos. Como si hubiera una regla no escrita: la vida del pueblo y la de la ciudad no debían mezclarse.

En el último verano antes de empezar bachillerato, Daniel no apareció. Doña Carmen dijo que se había ido al sur con su madre. Aburrida, Lucía escribió a Marta y le propuso visitar el pueblo. A ella le entusiasmó la idea; no tenía abuelos ni pueblo. Un fin de semana, los padres de Lucía la llevaron con ellos.

Dos semanas después, Daniel llegó sin avisar. Estaba más alto, más ancho de hombros. Sus pestañas oscuras enmarcaban unos ojos castaños que a Lucía le daban envidia. Se había convertido en un auténtico guapo. Por primera vez, lamentó haber llamado a Marta. Y en cuanto ella lo vio, fue directa a conocerlo.

Por la noche, susurrando, Marta le preguntó si alguna vez se había besado con él.

—¿Qué dices? Solo somos amigos de toda la vida —protestó Lucía.

Pronto lamentaría esas palabras.

A partir de entonces, los tres iban juntos a todas partes. Lucía se sentía de más. Por primera vez en su vida, le aliviaba pensar que pronto terminarían las vacaciones.

Daniel quedó olvidado durante un año, pero ella y Marta seguían siendo amigas. Al terminar el instituto, Lucía no volvió al pueblo. Su abuela murió aquel invierno. ¿Significaba eso que nunca más vería a Daniel? Entonces sí lamentó no haber intercambiado contactos, pero no iba a pedirle a sus padres el número de doña Carmen.

Con Marta también se veían menos, estudiaban en universidades distintas y, además, ella se había distanciado. Cuando coincidían, las conversaciones eran breves, como si ya no tuvieran nada que decirse.

Hasta que Marta la invitó a su boda.

—¿Cómo? ¿En primero de carrera? ¿No es pronto? ¿Y tu madre te deja? —preguntó Lucía, intrigada.

—¿A dónde va a ir? Pronto será abuela —contestó Marta, satisfecha—. ¿Serás mi madrina?

La boda fue justo antes de Nochevieja. Lucía contuvo la respiración cuando vio a Daniel en el portal de su casa. Quería despertar de aquella pesadilla, escapar, esconderse, morir para no ver cómo se miraban. Pero era la madrina, no podía fallarle. Marta podría haberle dado una pista; si lo hubiera sabido, nunca habría ido.

En todas las fotos de la boda, Lucía salió horrorosa. Era la única que no sonreía, con esa mirada perdida. A mitad de la celebración, se marchó.

Marta nunca se sintió culpable. Al fin y al cabo, Lucía fue quien dijo que solo eran amigos. Durante un tiempo siguió llamando, luego nació el niño y sus caminos se separaron para siempre. Lucía se prohibió pensar en ellos.

Pero con los chicos nunca funcionaba. Todos le recordaban a Daniel…

***

¿Cuántos años habían pasado? ¿Diez? Su madre le contó que doña Carmen había muerto, que la casa del pueblo se vendió y ahora la ocupaban extraños. Y de pronto, aquella llamada. Su antigua amiga estaba a punto de llegar. «¿De qué vamos a hablar? ¿Por qué acepté?», se reprochó demasiado tarde.

Al abrir la puerta, contuvo un grito al no reconocer a Marta. ¿En solo diez años una persona podía cambiar tanto? Aquella mujer no tenía nada que ver con la Marta radiante del pasado. Estaba demacrada, el pecho hundido, con ojeras oscuras bajo unos ojos apagados.

—Hola. ¿Tan cambiada estoy? ¿Puedo pasar? —su voz era la misma, pero seca, sin vida.

—Pasa a la cocina —dijo Lucía—. ¿Quieres té?

Encendió el fogón sin esperar respuesta. Guardó silencio, esperando.

—Tú no has cambiado nada. Yo me muero —declaró Marta, con naturalidad—*Y así, entre tazas de té frío y promesas rotas, Lucía entendió que la vida no era como las películas, y que a veces los finales felices llegaban disfrazados de dolor.*

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