Sin remordimientos

Se sientan en el paseo marítimo, mirando cómo los patos atrapan al vuelo los trozos de pan que los niños les lanzan. Los exámenes han terminado, por delante quedan dos meses de libertad: sin clases, sin aburridas lecciones, sin agotadoras pruebas.

—¿Qué planes tienes? —pregunta el chico sin apartar la mirada del destello plateado del agua.

—Dormir, leer, pasear… —responde la chica sin pausa, como si recitara una lección bien aprendida—. ¿Y tú? ¿Vas a casa? —pregunta, de pronto entristeciéndose y mirándolo con inquietud.

—No. Siempre he soñado con el mar. Imagínate, nunca lo he visto. Mis compañeros volvían morenos, presumían de conchas, contaban historias de delfines y medusas, y yo… Mis padres nunca tenían dinero. Y cuando mamá murió, menos aún.

—Nosotros íbamos cada verano a la Costa del Sol, cuando papá vivía con nosotros —dice ella con nostalgia, mirando a lo lejos como si pudiera ver allí su pasado feliz—. ¿Y qué, has conseguido dinero? —pregunta, volviendo a la realidad.

—No, pero puedo pedir prestado.

—¿A quién? La mitad de nuestros amigos ya están de camino a casa, y la otra mitad gasta lo que le queda de la beca en celebrar. Además, luego habría que devolverlo —Lucía le lanza una mirada reprobatoria al perfil perfecto de Álvaro.

—No necesitamos mucho, solo para comer y los billetes. Allí hace calor. “Y bajo cada arbusto tendremos cobijo”, citó él, recordando un conocido refrán. —El alojamiento puede ser barato. Lo devolveré, encontraré trabajo. Solo necesito tiempo.

—¿Cómo lo sabes? En temporada no hay nada barato. Basta de fantasías. Un colchón bajo un árbol costará como un hotel. ¿Y recuerdas cómo acaba ese refrán? —pregunta ella con tono sermoneador.

—Qué pesimista eres… ¿Y si consigo el dinero, vendrás? —Álvaro se gira y capta su mirada perdida.

—Difícil. Mamá no me dejará —admite la chica con sinceridad.

Entonces, un pato extiende las alas y se eleva sobre el agua, asustando a los demás. Ambos se distraen mirándolo. El pato atrapa varios pedazos de pan al vuelo y se aleja satisfecho.

—Un momento. —Álvaro saca el móvil del bolsillo trasero del vaquero y marca un número—. ¿Jorge? Sí, aprobé… Da igual, lo importante es que pasé. Oye, ¿me prestas unos tres mil euros? ¿No? ¿Cuánto tienes? ¿Solo eso? Vale, dámelo. ¿Esta noche en casa? Pasaré a buscarlo. Mira, ya tengo el dinero. ¿Vienes? —pregunta de nuevo, guardando el teléfono.

—¿En serio? Todos los trenes hasta otoño están agotados —comenta Lucía, escéptica.

—Podemos ir con transbordos, haciendo autostop. O admite que te da miedo —sonríe él con ironía.

—No tengo miedo —replica ella, desafiante—. Pero… mamá no me dejará.

—¿Estás loca? ¿Ir con un chico? ¿Al sur? ¿Sabes qué clase de chicas van allí? No, ni hablar —responde su madre tajante, moviendo la cabeza para dejar claro que no hay discusión.

—Mamá, ya soy mayor. No me obligues a escaparme a escondidas. —La voz de Lucía tiembla, las lágrimas a punto de brotar.

—¿Qué dices? ¿Escaparte de tu madre? ¿Por quién?

—Lo quiero, mamá —confiesa con voz débil, esgrimiendo el argumento menos conveniente.

—Hija, tienes toda la vida por delante. ¿A qué tanta prisa? Acabad la carrera, casaos, entonces viajáis —dice su madre, cansada de insistir sin éxito.

Lucía solloza.

—¿No hay forma de convencerte, verdad? No quiero que nos separemos como enemigas. Ve, pero prométeme que si hay problemas, me llamarás.

—Te lo prometo, mami —Lucía abraza a su madre—. ¿Voy a hacer la maleta? —Se separa y la mira con ojos todavía húmedos, como asegurándose de que no es una broma—. Nos vamos mañana temprano.

—¿Cómo? Pensé que al menos nos lo presentarías…

—Mañana pasará a buscarme, lo verás. Es un buen chico —dice Lucía camino de su habitación.

Su madre niega con la cabeza y se dirige a la cocina, desgarrada por las dudas, el miedo a los problemas que, sin duda, caerán sobre ella. Maldice también a su marido, que las abandonó y no está para aconsejar a su hija. Si él estuviera, Lucía ni siquiera habría sugerido ese viaje. Pero, por otro lado, ¿acaso puede retenerla a la fuerza? Quizá exagera… Los platos suenan en sus manos, como eco de su incertidumbre.

A primera hora suena el timbre. La madre se sobresalta, preguntándose si lo ha imaginado. Lucía está en el baño. El timbre no se repite, pero ella abre y se queda paralizada. En la puerta hay un chico atractivo con una mochila.

—Buenos días. Soy Álvaro —se presenta con una sonrisa blanca.

La madre tarda en reaccionar. Tras una noche en vela, apenas puede pensar con claridad.

—¡Ahora salgo! —grita Lucía desde el baño, con el cepillo de dientes en la mano.

La madre recupera el sentido y lo invita a pasar.

—No se preocupe, todo irá bien, tendremos cuidado —dice Álvaro.

Mientras ella intenta asimilar sus palabras, aparece Lucía y lo arrastra de la mano a su habitación. Minutos después salen, él lleva su mochila al hombro.

—Nos vamos. No te preocupes, llamaré —Lucía besa en la mejilla a su madre, todavía confundida.

—¿Y el desayuno? —reacciona por fin.

—Si no es molestia, llévenos algo para el camino —dice Álvaro con una sonrisa.

—Claro, enseguida —ella corre a la cocina y vuelve con un paquete de bocadillos y manzanas.

Cierra la puerta tras ellos, pensando que entiende a su hija. Es difícil no enamorarse de alguien así.

—¿Adónde vamos? —pregunta Lucía en la calle—. Le has caído bien a mamá.

—Me alegro. A la estación.

Pasan dos días viajando, horas bajo el sol pidiendo aventones, agotados por el calor. Pero cuando ven el mar, olvidan el cansancio y corren hacia la orilla, tirando las mochilas y las zapatillas. Chapotean, asustando a los bañistas, llenando la playa de risas.

Días enteros nadando, tomando el sol, paseando. Noches soñando despiertos en la arena fresca, bajo las estrellas. La habitación diminuta y sofocante, alquilada por poco dinero, apenas les interesa.

A las dos semanas, la emoción se desvanece. El cansancio, el sol, incluso ellos mismos los irritan. Estar juntos todo el tiempo, sin un momento de soledad, es agotador. Las discusiones empiezan.

Pero en la despedida, en la estación, todo queda atrás. Álvaro sigue su camino hacia su ciudad, donde vive su padre. Lucía perdona todas las peleas de esos días. Se aferra a él, ahora la persona más importante en su vida, y llora.

—Lucía, el tiempo pasará rápido, volveré pronto. Te llamaré cada día.

Ella sigue repitiendo que no puede vivir sin él.

—No puedo instalarme en tu casa y ser una carga para tu madre. Tampoco tengo para un pPero cuando llegó el día de volver a encontrarse, bajo el mismo cielo que una vez los unió, comprendieron que, aunque sus caminos se habían separado, el mar siempre los recordaría como dos almas que supieron amar sin arrepentimientos.

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