Secretos familiares y sombras del robo: el matrimonio destrozado

En un piso sombrío en las afueras de un pueblo costero llamado Pescadería, donde el viento salado del mar se colaba por las rendijas de las viejas ventanas, Alba se quedó mirando el refrigerador vacío, con las manos en las sienes. La comida desaparecía a una velocidad preocupante, como si se hubiera esfumado en el aire. Apenas ayer había preparado la cena, y hoy no quedaba ni una migaja. Su marido, Óscar, se lo había comido todo otra vez, pensó ella, y esa idea le corroía la mente como las olas frías del mar.

Las discusiones con Óscar eran como pelear contra un fantasma: siempre terminaban en gritos y reproches. Su desempleo, que ya llevaba tres meses, convertía su vida en una pesadilla. Alba trabajaba hasta el agotamiento para comprar comida que, como por arte de magia, desaparecía. Se había acostumbrado a tomar café amargo sin azúcar y a mascar pan duro, porque después del turno no le quedaban fuerzas para cocinar. Óscar, en cambio, parecía vivir en otro mundo, donde la comida aparecía sola y su mujer debía aguantar todo en silencio.

—Mañana voy a lo de mi tío al campo, a ayudarle con unas reparaciones —dijo Óscar desde el dormitorio, sin apartar los ojos de la tele.

A Alba le daba igual. El cansancio y la fiebre la habían dejado sin fuerzas, arrastrándola a la cama. Por la mañana, la temperatura subió y decidió quedarse en casa. Tras tomarse unas pastillas, cayó en un sueño pesado, esperando algo de paz.

Pero el ruido de la cocina la despertó. Alguien movía platos, abría la nevera y hasta canturreaba, despreocupado y descarado. Alba, tambaleándose, se acercó. Ahí estaba, como si fuera su casa, la hermana de Óscar, Verónica—una mujer con la que Alba prefería no cruzarse. Verónica siempre creyó que su hermano debía mantener no solo a su familia, sino también a ella y a sus hijos. Óscar solía darle dinero, sacándolo del escaso presupuesto familiar, y Alba lo toleraba, aguantando el enojo. Pero ahora Verónica rebuscaba en su nevera, metiendo comida en táperes.

—Hola —dijo Alba, conteniendo la rabia.

—¡Ay! ¿Tú en casa? —Verónica dio un respingo, casi dejando caer un bote de pepinillos.

—Estoy mala. Y tú, parece que te has instalado aquí, ¿no?

—Óscar me dio las llaves —contestó Verónica, sin ningún pudor.

—O sea que no es que él coma como un lobo, sino que tú tienes las manos muy largas —la voz de Alba temblaba de furia.

—¡Es mi hermano! ¡Tengo derecho a llevarme comida para mis hijos! —Verónica se irguió, como si se defendiera.

—Tu hermano no trabaja, y resulta que yo tengo que mantener a dos familias ¿y ni siquiera lo sabía? —Alba sentía un nudo en la garganta.

—¿Qué, te duele un trozo de queso? ¡Estoy sola, es difícil para mí! —Verónica alzó la voz.

—Devuélveme las llaves. Ahora. O llamo a la policía. Este piso es mío, y tu hermano aquí no pinta nada —Alba dio un paso adelante, con los ojos encendidos.

—¿Llamar a la policía por una tontería? ¡Qué mezquina eres! —Verónica tiró las llaves sobre la mesa—. Se lo contaré todo a Óscar, ya verás como se arrepiente de haberse juntado contigo.

—Él se arrepentirá de haber encubierto tus robos —replicó Alba, mientras las lágrimas le brotaban.

Cayó en una silla, aturdida. Todo ese tiempo la habían engañado, tomándola por tonta. Nadie creería que su cuñada vaciaba su nevera sin pudor, dejando solo migajas, y que Óscar lo permitía, echándole la culpa a su “hambre”. Pero lo peor era saber que él lo sabía y callaba, traicionando su confianza.

Alba recordó a su suegra, una mujer que sin vergüenza se llevaba lo que le apetecía. De tal palo, tal astilla, y Óscar con Verónica habían heredado ese mismo descaro. El corazón le dolía, pero la decisión vino sola. Con manos temblorosas, marcó el número de su marido.

—Voy a pedir el divorcio —dijo, sin dejarle hablar.

—Espera, ya voy, hablamos —balbuceó Óscar.

—Se acabaron las conversaciones. Ya lo veo todo claro.

—¡Te arrepentirás, volverás a mí! —gritó él.

Pero Alba ya no escuchaba. Óscar se había convertido en un extraño, una sombra perdida en el viento frío de Pescadería. Solo lamentaba los años perdidos con alguien que no valoraba ni a ella ni su familia. El divorcio no era el fin, sino la liberación: un paso hacia una vida nueva, donde nadie le robaría su paz.

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