**12 de octubre, 2024**
Ayer, Lucía tiró al suelo el ramo de rosas secas que hasta ayer le parecía el más hermoso del mundo. «¿Estás loco? ¡¿Qué divorcio?! ¡Acabamos de casarnos hace una semana!».
Fernando ni siquiera levantó la vista del móvil. «Fue un error. Mejor arreglarlo ahora que sufrir años».
«¿Un error? ¿Yo soy un error para ti? ¿Nuestra boda fue un error?».
Al fin, Fernando dejó el teléfono. La miró como si ya no fuera su esposa, sino algo lejano. «Lucía, no montes un drama. No encajamos, y ya. Lo supe la primera noche, cuando me armaste un escándalo por no lavarme los dientes».
«¡Pues lávatelos! ¿Qué cuesta?».
«En mi casa nunca lo hice, y vivía bien», respondió él, impasible.
Lucía se dejó caer en el sofá. ¿De verdad había pasado siete años con este hombre sin darse cuenta? O quizá sí lo notó, pero pensó que el matrimonio lo cambiaría.
«Fernando, cariño… nos queremos. ¿Recuerdas cuando me pediste matrimonio? De rodillas, jurándome que sería la más feliz…».
«Eso fue romanticismo. La vida es otra cosa. Llevamos una semana y ya discutimos cada día. Ayer, por los calcetines; anteayer, por el plato de cocido sin lavar; hoy, porque preparé café solo para mí…».
«¡Es que aún dormía!».
«¿Y qué? Si te despertaba y no querías café, habría otro problema».
Lucía lo miró, desconcertada. ¿De verdad estas tonterías eran excusa para romper un matrimonio?
«Fernando…», intentó abrazarlo, pero él se apartó. «¡Son cosas sin importancia! Toda pareja pasa por esto al principio».
«No quiero “acostumbrarme”. Estaba bien como estábamos. ¿Para qué me casé?».
Esa pregunta resonó en el aire. Siete años, un año planeando la boda, el dinero gastado, los invitados preguntando por la luna de miel…
Lucía se secó las lágrimas. «Quizá tengas razón. Tal vez nos precipitamos».
Fernando alzó una ceja. «¿Aceptas el divorcio?».
«¿Qué opción me queda? ¿Obligarte a quererme?». Tomó una foto de la boda. Ambos sonreían, felices. «Solo dime una cosa: si no querías casarte, ¿por qué me pediste matrimonio?».
Él se rascó la nuca. «Tú siempre insinuabas. Tus amigas se casaban, decías que ya era hora… Pensé que, si tanto lo deseabas, estaba bien».
«¿Estaba *bien*? ¿Te casaste por compromiso?».
«No solo por eso. Vivíamos bien. Cocinas genial, limpias… Pensé que seguiría igual».
«¿Y qué ha cambiado?».
«Ahora todo te molesta. Antes no eras así».
Lucía recordó cómo antes callaba cuando él dejaba ropa tirada. Lo hacía por miedo a que se fuera. «Tal vez me volví exigente porque esperaba que participaras en *nuestra* vida. Un marido no es un niño al que hay que recogerle todo».
«¡Exacto! —saltó él—. No quiero que me controlen. Quiero paz».
«Y yo quiero un compañero, no un inquilino».
Callaron. La lluvia golpeaba la ventana. Lucía recordó cómo se conocieron: en una cafetería, él se acercó, galante, con versos de Lorca y paseos por el Retiro.
«¿Recuerdas cuando me recitabas *La Casa de Bernarda Alba*?».
«Sí… ¿Y?».
«Nada. Solo lo recordaba».
Fernando suspiró. «No encajamos. Tú quieres familia, hijos… Yo no. Tengo 35 años, pero aún me siento como un chaval».
Lucía asintió. Ella tenía 32. Quería un hogar. Él seguía viendo el fútbol cada domingo como si fuera estudiante.
«Bien. Nos divorciamos», dijo ella.
«¿En serio? —él casi sonrió—. Por fin».
«Con una condición: dirás la verdad a todos. Que no estabas preparado. Que te casaste por inercia».
Fernando frunció el ceño. «¿Para qué? Digamos que no congeniamos».
«No. La verdad, o contaré *mi* versión».
«Vale», cedió.
Al día siguiente, en el registro civil, Fernando firmó aliviado. «Ya somos libres».
«Sí. Libres».
Un mes después, supo que él ya salía con una chica joven, que (por ahora) no le reclamaba nada.
Seis meses después, Lucía conoció a Javier. También divorciado, con una hija. Sabía querer. Y, desde luego, se lavaba los dientes sin que se lo pidieran.
**Lección aprendida:** Más vale soledad que compañía vacía. El amor no es costumbre, ni compromiso. Es elección. Todos los días.