**Rivales de la infancia: la historia de una Esperanza**
Andrés salió al porche de la casa de sus padres, respiró el aire cálido del atardecer en el pueblo y se sentó en el viejo banco que crujió bajo su peso, igual que en su niñez. Minutos después, llegó Alejandro caminando sin prisa. Era ese amigo con el que había crecido codo a codo, aunque hacía años que algo se había roto entre ellos.
—¿Y bien, cómo te va? —preguntó Alejandro, dándole una palmada en el hombro, como sólo los hombres saben hacer.
—Pues aquí, tirando —asintió Andrés—. Trabajando, compré un piso en la ciudad.
—Qué bueno —Alejandro sonrió—. Siempre fuiste listo. A diferencia de mí…
—¡Venga ya! —Andrés rio entre dientes—. Mis padres me contaron que tienes la mejor casa del pueblo. Dicen que los vecinos se inspiran en ti.
—Tú tampoco vas mal… un piso. Compraste algo tan bueno como lo que yo construí.
Se rieron. Luego, como si volvieran a la vieja costumbre, se dirigieron a casa de Alejandro. Sacaron pan, huevos y chorizo. Pidieron una botella de orujo. Brindaron con un chupito, haciendo muecas—no eran de beber mucho.
De pronto, Alejandro dijo:
—Oye… ¿Sabes lo de Esperanza?
Andrés se tensó:
—¿Qué pasa?
—Se casó. Con uno… del pueblo de al lado. Ahora da clases en nuestra antigua escuela.
—¿Esperanza? —repitió Andrés, y algo se le encogió en el pecho—. No lo sabía…
—Yo tampoco me lo creí. Pensé que se me pasaría… Pero estuve tres días en el tractor, y no se me pasó. ¿Entiendes?
Volvió a servir. Bebieron, y luego se quedaron en silencio, mirando sus tazas de café como si contuvieran respuestas.
De repente, alzaron la vista y se echaron a reír, igual que cuando eran niños. Hasta que les dolieron las costillas y se les saltaron las lágrimas.
—Mira cómo acabó todo —se secó los ojos Alejandro—. Tantos años por ella… y así terminó.
—Sí —asintió Andrés—. Hicimos un torneo. Quién era mejor, quién duraba más, quién gritaba más fuerte. Y ella… zas, se fue con otro.
—Es lista —dijo Alejandro, inesperadamente—. Eligió a su manera. Aunque nos esforzamos…
—Bueno —respondió Andrés pensativo—, pero al final no fue en vano. Tú construiste tu casa, yo dirijo un departamento en el hospital. Ambos valemos algo ahora.
—¡Exacto! —se animó Alejandro—. Tenemos veintinueve. ¡La vida acaba de empezar!
—Aunque tú empezaste primero —recordó Andrés.
—Tal vez. Pero tú seguiste. Listillo de mierda.
—O sea, igual de tonto. Los dos lo fuimos —Andrés esbozó una sonrisa.
—¿Recuerdas cuando, después del colegio, ella se sentaba en el banco y nos miraba a los dos igual? Ni a ti ni a mí… a nadie.
Quedaron en silencio. Recordando.
Andrés y Alejandro se conocían desde la cuna—nacieron con días de diferencia. Crecieron juntos, vivían separados por una valla. Jugaban, estudiaban en la misma escuela, compartían pupitre. Hasta los catorce fueron inseparables.
Luego, en clase, apareció Esperanza.
Parecía haber crecido de golpe durante aquel verano. Dejó de ser la chica que corría en bicicleta para convertirse en una joven delgada, con una larga trenza castaña. Todo cambió. Los amigos se volvieron rivales.
Alejandro se inclinaba por la mecánica, arreglando el tractor de su padre. Andrés prefería los libros y los animales. Uno se fue a trabajar el campo, el otro al laboratorio.
Y Esperanza los miraba a ambos con esa mirada que les descolocaba el corazón.
Después del instituto, Andrés se marchó a estudiar a la ciudad, y Alejandro entró en una cuadrilla de obras. Esperanza se matriculó a distancia y aparecía a veces con uno, a veces con otro. Les traía noticias: quién ganaba más, quién había conseguido una beca. Pero no se acercó a ninguno.
Ni siquiera el servicio militar los reconcilió. Se hicieron hombres, cada uno a su manera. Alejandro levantó una casa, compró el primer coche del pueblo. Andrés se hizo médico, defendió su tesis. Y sin embargo… los dos seguían solteros. Los dos seguían solos. Con el recuerdo de aquella chica de trenza castaña aún dentro.
Ahora, sentados en la cocina, cansados, con los ojos oscurecidos por el tiempo, se reían. Amargamente, pero con luz.
—Está bien que se haya casado —dijo al fin Andrés—. En serio. Quizás él sí la quiere de verdad.
—Quizás… —murmuró Alejandro—. Ojalá que la quiera. Si no… todo habrá sido en vano.
Callaron. Luego Alejandro golpeó la mesa:
—¿Sabes qué? Vamos a celebrarlo. Por ella. Por nosotros. Porque la vida sigue.
—Sí —sonrió Andrés—. Porque seguimos aquí. Y no somos enemigos.
Alejandro sirvió una última copa.
—Por Esperanza.
—Por Esperanza.
El cristal resonó. Fuera, el atardecer se convertía en noche. Bajo el viejo banco, dos siluetas se inclinaban—ni niños ya, pero tampoco viejos. Sólo dos personas a las que la vida unió una vez y nunca separó del todo.
Y Esperanza… Bueno, que sea feliz. Se lo merece.