**¿Y quién es mi padre?**
—Tania, ¿qué tal si vamos al cine el domingo?
—No sé. Mi madre no me deja salir por la noche. Solo de día…
—Pues vamos de día. ¿Te reservo las entradas? —preguntó Kike con esperanza.
Tania alzó la vista hacia las ventanas del tercer piso. ¿O había imaginado el rostro de su madre asomándose? El ánimo se le nubló al instante. Cogió su bolso de las manos de Kike y dio un paso atrás.
—Vale, me voy. Hasta mañana. —Y se apresuró hacia el portal.
«Siempre vigilándome como si fuera una delincuente. Todas mis amigas salen con chicos, y yo, encerrada como una monja. Los demás tienen padres normales, pero yo…», pensó irritada mientras subía las escaleras.
Al entrar en casa, dejó los zapatos sin hacer ruido. Apagó la luz del recibidor y esquivó la puerta del cuarto de su madre.
—¿Vas a cenar? —la voz de su madre la alcanzó cuando ya tocaba el pomo de su habitación.
Tania puso los ojos en blanco y se volvió.
—¿Y si no quiero?
—¿Por qué me contestas así?
—¿Por qué me controlas todo el tiempo? —replicó con otro interrogante.
—No te controlo. Solo miré por la ventana —respondió su madre con calma.
—Claro. Nunca te asomas cuando estoy en casa —ironizó Tania—. Tengo mucho que estudiar.
Entró en su habitación y cerró la puerta de golpe. Encendió la luz y empezó a contar en voz baja: «Uno, dos, tres…».
Normalmente, al llegar a cinco, su madre irrumpía para regañarla, decirle que no se merecía esa actitud, que era una insolente incapaz de apreciar lo que tenía. Pensaba que, con otro portazo, estallaría la guerra.
Llegó a diez. Nada. El silencio era extraño. Se cambió de ropa, sacó los libros y se sentó frente al escritorio.
Tenía hambre, pero ¿acaso su madre la dejaría comer en paz? Iría a la cocina, se sentaría frente a ella y empezaría el interrogatorio. ¿Cómo no enfadarse entonces? Oyó pasos en el pasillo y fingió concentrarse en el libro. «Ahora empieza».
La puerta se abrió.
—¿Te molesto? —preguntó su madre al entrar.
Eso sí que era raro. Nunca pedía permiso.
—Necesito decirte algo —dijo, sentándose en el sofá.
Tania seguía simulando que leía, pero no veía ni una palabra. Aguardaba tensa.
—Me llamó una mujer… donde vivía tu padre. Dijo que ha muerto. El funeral es mañana —habló con tono neutro, haciendo pausas, algo inusual en ella.
—¿Cómo? —Tania levantó la cabeza del libro, alarmada—. ¿De qué?
—Un infarto. Si vienes, ponte algo oscuro.
—¿Y lo dices así, tan tranquila? —Tania se levantó de un salto, haciendo chirriar la silla—. ¡Estás hablando de mi padre! «Ponte algo oscuro» —remedó con sarcasmo.
—Contigo es imposible hablar —suspiró su madre, levantándose—. Por cierto, él nos abandonó. ¿O lo olvidaste?
—¡Porque tú nunca lo quisiste! —Tania sintió un nudo en la garganta.
—No grites. No hables de lo que no sabes.
—Lo sé. Papá me lo dijo antes de irse. Dijo que tú jamás lo habías amado. ¿Para qué te casaste con él? Ojalá te hubieras ido tú y nos hubieras dejado solos. Él sí me quería. A diferencia de ti. —La voz le quebró. Se desplomó sobre la mesa y rompió a llorar.
Sintió la mano de su madre en su hombro y se encogió, rechazándola.
—Mañana llamaré al instituto para avisar de que faltarás —dijo su madre con la misma serenidad antes de salir.
Cuando se calmó, Tania sacó un álbum de fotos del cajón. Encontró una de las pocas imágenes donde aparecía con su padre. Él sonreía; ella sostenía un algodón de azúcar. Sacó la foto y lloró mirándola.
***
Su padre se había ido cuando Tania estaba en quinto de primaria. Nunca los había oído pelear, así que el divorcio fue un shock. En casa apenas hablaban. No se reían, no se besaban como los padres de su amiga Lucía.
—Papá, ¿te vas para siempre? —le preguntó un día al salir del colegio.
—No puedo seguir así, cariño. Tu madre no me quiere. Aguanté demasiado.
—Yo sí te quiero —le aseguró Tania.
—Y yo a ti. —Él le acarició el pelo—. La vida es así. Cuando crezcas, lo entenderás. Obedece a tu madre. —La acompañó hasta casa, pero no entró.
—¡Papá! —gritó Tania, pero él no se volvió.
—Tiene otra mujer —le explicó su madre después.
—¿Y hijos?
—No lo sé… supongo.
***
—Tania, despierta —la voz de su madre la sacó del sueño—. Tenemos que ir al tanatorio.
Tania abrió los ojos de golpe y buscó a tientas la foto entre las sábanas.
—¿Es esto lo que buscas? —su madre señaló la imagen sobre la mesa—. Date prisa, llegaremos tarde.
En el tanatorio había poca gente. Una mujer bajita y regordeta lloraba junto al ataúd. Tania no reconoció al hombre dentro: pálido, ajeno. Solo miró la foto junto a él. Su madre permaneció impasible, como si fuera un extraño.
En el cementerio, el viento helaba. Todos lloraron al tirar tierra, menos su madre.
—¿De verdad no lo quisiste? Ni siquiera una lágrima —le reprochó Tania en casa, tomando té caliente—. Hizo bien en irse.
Se encerró en su habitación, arropándose con la manta. Al anochecer, su madre entró y se sentó a sus pies.
—El hombre que enterramos hoy no era tu padre —dijo.
Tania se incorporó de golpe.
—¿Te lo inventas para calmarme?
—Él pidió no decírtelo. Pero ahora que ha muerto… quiero que lo sepas.
—Entonces, ¿quién es mi padre?
—Tenía diecisiete años —empezó su madre, cansada—. Él tenía dieciocho. Se iba a la mili. Yo, tonta, le dije que lo esperaría. Imaginaba un amor de novela… por eso te llamé Tania. Pero él… se aprovechó. No fue romántico. Fue violento.
—¿Y te obligó a…?
—Sí. Luego, mi madre se encargó de que no hablaran. Nos mudamos. Él negó todo al volver. Dijo que yo mentía. Que tenía novia.
—¿Y nunca más…?
—No quise verlo. Después conocí a Andrés. No lo amaba, pero mi madre insistió en que me casara. Por ti. Él fue buen padre… pero se dio cuenta de que yo no podía corresponderle.
—Por eso me vigilas tanto.
—Para que no repitas mis errores.
—¿Dónde está él? Mi verdadero padre.
—¿Para qué? No creerá que eres su hija. Tiene otra familia.
***
Esa noche, Kike la llamó para recordarle el cine. Al día siguiente, se encontraron, pero en vez de entrar, caminaron por la ciudad. En una cafetería, Tania le contó todo.
—Tengo dos padres… y al final, ninguno.
—Tienes a tu madre. No la culpes.
—No me quiere. Dice que meAl día siguiente, bajo la luz dorada del atardecer madrileño, Tania miró por la ventana del autobús y sintió, por primera vez, que tal vez el amor no era algo que se heredaba, sino que se construía día a día, entre tacones rotos y risas compartidas, error tras error, hasta que dejaban de doler.