—¡Pero qué es esto! —exclamó Carla, sin poder ocultar su irritación, plantada en medio del salón.
Su voz temblaba de indignación. Miró alrededor, como si esperara encontrar una respuesta en los muebles o las paredes.
—¿Otra vez? ¡Tres veces en un mes! ¡Esto no puede seguir así!
En el sofá, relajado, con los cojines a sus espaldas, estaba Luis. En una mano tenía el móvil, en la otra, el mando de la tele. Desvió la mirada hacia su mujer, pero sus ojos se mantuvieron indiferentes, como siempre que el tema era su madre.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó, entrecerrando los ojos—. No montes un drama. Acabo de llegar y solo quiero descansar.
—¿Un drama? —Carla dio un paso adelante, su voz se agudizó—. ¿A esto le llamas un drama? ¡Cincuenta mil pesetas! ¡Así, sin más! ¡Sin preguntar, sin explicaciones! ¡Ni siquiera te molestaste en saber para qué las quería!
Luis dejó el móvil a un lado y suspiró, apenas audible. Su rostro reflejaba más cansancio que sorpresa.
—¿Y qué? Es mi madre. Si necesita dinero, la ayudo. ¿Dónde está el problema?
Carla se acercó, las mejillas ardiendo.
—¡El problema es que estamos ahorrando para la casa en el campo! ¡Lo hablamos! ¡Cada peseta va para nuestro proyecto! Y tú cada mes tiras el dinero en nada. ¡Medicinas, reformas, ahora “gastos imprevistos”! ¿O será que necesitaba un móvil nuevo?
Luis volvió a suspirar, frotándose el entrecejo.
—Es mayor, Carla. Le cuesta arreglárselas sola. A veces es más fácil ayudarla que dar explicaciones.
—¿Mayor? ¡Solo tiene sesenta y cinco años! ¡Hace más ejercicio que tú! ¡Teatro, el club de campo, excursiones! ¿Y nosotros? ¿Tenemos que renunciar a nuestros planes por sus caprichos?
—¡Carla! —La voz de Luis se cargó, por primera vez, de disgusto—. No hables así de mi madre. Nos crió.
—A ti, Luis, no a mí. Y sí, le estoy agradecida. Pero eso no significa que pueda pedir dinero constantemente. Vivimos con un solo sueldo. Mis encargos son inestables. ¡Lo sabes!
Y era verdad. Después de que cerrara la agencia de publicidad donde Carla trabajaba como directora creativa, tuvo que pasarse al freelance. Había trabajo, pero los ingresos fluctuaban. Su presupuesto era frágil como el cristal. Cada gasto imprevisto, una grieta más.
Soñaban con una casa en el campo. La ilusión llevaba casi tres años con ellos: un hogar fuera de la ciudad, una terraza con rosales trepadores, barbacoas con amigos, noches tranquilas junto al fuego. Pero cada vez que la suma se acercaba a la cifra deseada, pasaba algo: una reforma en casa de su suegra, un tratamiento dental, empapelados nuevos, electrodomésticos… Y volvían atrás.
—Estoy harta —dijo Carla en voz baja, acercándose a la ventana—. Harta de ser segunda. Harta de sentir que vivimos contando cada peseta mientras tu madre disfruta sin preocupaciones.
Luis se acercó por detrás, pero no la abrazó.
—Está enferma, Carla. Necesita ayuda.
—¿Enferma de qué? ¿De ganas de comprar y viajar? ¿Alguna vez has comprobado en qué se gasta el dinero? Viaja, se compra ropa, va a restaurantes… ¡Y nosotros no hemos ido de vacaciones en diez años!
—Basta —dijo Luis con firmeza, aunque su tono volvía a ser indiferente—. No quiero seguir hablando de esto.
—¡Claro que no! —Carla se giró bruscamente hacia él—. Nunca quieres hablar cuando se trata de tu madre. Para ti es una santa, y yo, la mala que desea su desgracia. ¡No es eso! ¡Quiero justicia! ¡Y quiero nuestra casa!
Luis calló. Sus hombros se tensaron, la mirada clavada en el suelo. Carla conocía esa expresión. No discutiría. Se quedaría callado, como siempre. Y en un par de horas, se iría como si nada hubiera pasado.
—Vale… —masculló—. Me voy a dormir.
Y se marchó, dejándola sola en medio de la habitación.
Carla se quedó frente a la ventana, mirando el cielo oscuro. Las estrellas brillaban, frías y ajenas. Sabía que, hasta que Luis no tomara una decisión, nada cambiaría. Estaba demasiado acostumbrado a ser hijo como para ser marido. Y amaba demasiado a su madre como para escuchar a su mujer.
***
La mañana trajo café, una carrera matutina… y una pesada sensación de cansancio. Carla salió a la calle, esperando que el ejercicio le aclarara la cabeza. A veces corría para olvidar. Otras, para entender. Hoy era la segunda.
Al regresar, Luis ya se preparaba para trabajar. Su rostro estaba un poco más relajado, pero no del todo.
—Mira, Carla —empezó, ajustándose la corbata—, hablaré con mi madre. Te lo prometo.
Carla se detuvo, observándolo con atención.
—¿Sobre qué exactamente? ¿Para que gaste menos nuestro dinero? Sabes que es inútil. Sabe justificarse mejor que un político.
—Lo intentaré —evitó su mirada—. Quizá esta vez sea algo importante. No pregunté.
—Claro. Siempre lo es. Sobre todo si se trata de lo que ella quiere. —Carla suspiró, sintiendo crecer la misma fatigua de siempre.
—Bueno, me voy. Hablamos esta noche. —La besó rápidamente en la frente y salió.
Carla se quedó sola. En el piso, un silencio denso y opresivo.
***
Se conocieron en la fiesta de un amigo en común. Todo era distinto entonces. Luis era atento, seguro, un poco romántico. Carla, con energía, ideas y fe en el amor. Se complementaban como el día y la noche.
A doña Isabel la conoció antes de la boda. Una mujer estricta pero inteligente, con una mirada penetrante y una voz capaz de imponerse con un simple cambio de tono.
—Espero que hagas feliz a mi hijo —le dijo entonces, observándola con detenimiento—. Él es especial.
En ese momento, Carla pensó que era solo el cariño de una madre. Ahora entendía que era una advertencia.
Después de casarse, se mudaron a su propio piso. Doña Isabel se quedó sola. Y cada mes, sus llamadas se hicieron más frecuentes. Al principio, parecía normal ayudar a un ser querido. Pero con el tiempo, la ayuda se convirtió en obligación.
Una vez, Carla estuvo en casa de su suegra cuando esta le contaba a una vecina que su hijo le había regalado una máquina de lavar nueva.
—La vieja hacía mucho ruido —decía con una sonrisa satisfecha—. Mi Luisito enseguida decidió que necesitaba una nueva.
Carla se encogió por dentro. La antigua funcionaba perfectamente. Pero a doña Isabel le apetecía tener algo nuevo. Y, claro, Luis pagó.
Entonces empezó a entender: su suegra no solo pedía ayuda, dirigía a su hijo.
Decidieron actuar con astucia. Dejaron de compartir sus planes con ella. En silencio, empezaron a ahorrar para una casa. Cuando la cantidad les permitió pedir una hipoteca, lo hicieron rápido, sin ceremonias. Solo llaves, sonrisas, esperanzas.
Pero en la fiesta de la casa nueva, doña Isabel apareció. Y lo primero que dijo fue:
—Podrías haberme avisado, Luis. Yo os habría ayudado.
—Mamá, lo hemos hecho solos —respondió él.
Doña Isabel sonrió, pero en sus ojos hubo algo más. AlY en ese momento, mientras el silencio se extendía entre ellos, Carla comprendió que su verdadero hogar no estaba hecho de ladrillos, sino de las decisiones que estaban dispuestos a tomar juntos.