Platos rebeldes: tres días de pruebas y paciencia.
Javier fregaba los platos. Tres días llevaba sufriendo, pero ni un solo plato o taza estaba limpio. Así que, al volver del trabajo, ni se molestó en cambiarse. Se ató el delantal y se puso manos a la obra. Quería preparar algo de sopa, pues ya ni recordaba su verdadero sabor
Los restos de comida estaban tan pegados a los platos que tuvo que dejarlos en remojo. Las tazas de café eran una decena. ¿De verdad no podía lavar una por sí misma? Un nudo le apretó la garganta. Tenía hambre, pero en la nevera solo encontró un par de pepinos y un estante vacío. De repente, olfateó el aroma del pastel de Lucía. En su casa siempre olía a repostería, porque a su mujer le encantaba cocinar. Al volver del trabajo, la cocina ya estaba impregnada de canela o vainilla. La batidora zumbaba, el horno calentaba
Pero ahora Javier recordaba a su mujer con nostalgia. En aquel entonces, creía que ella no veía más allá de la cocina y los niños (el trabajo no contaba). Siempre estaba lavando ropa, limpiando ventanas o sacudiendo alfombras. En verano, la cocina se convertía en una fábrica de conservas. Javier no daba abasto para llevar los tarros al sótano.
Una noche, llegó del trabajo y Lucía, como siempre, hervía algo en la cocina, sentada al borde de la mesa tenía esa mala costumbre, pelando manzanas mientras veía algún concierto en la tele.
Me voy a separar de ti dijo Javier con una calma inusual, sin siquiera saludar.
Su mujer se sobresaltó, pero no levantó la vista.
Tengo a otra mujer explicó él. La amo y no puedo seguir engañándote.
Lucía dejó el cuchillo, se giró lentamente hacia él con el rostro enrojecido por el vapor y la noticia, y respondió sumisa, en voz baja:
Llévate un brazo de gitano, que no nos lo vamos a comer todo.
Javier, por supuesto, no lo tomó, aunque le encantaban los de almendra y nueces Recogió lo indispensable y se fue con aquella mujer, que no se parecía en nada a Lucía. Ella nunca llevaba vaqueros como Lucía, solo faldas cortas y vestidos. Nunca calzaba zapatillas deportivas, solo tacones. Podía anunciar que iba a la peluquería con un tono como si fuera a una reunión de negocios. Y el mundo entero tenía que esperar.
Lucía nunca iba a salones. No le gustaba deambular por tiendas o mercados. Si necesitaba algo, hacía una lista, iba y volvía enseguida con las bolsas. No leía revistas de moda, no tomaba café, no se teñía el pelo, no hacía deporte. Pero siempre estaba guapa, arreglada, delgada. Con sus vaqueros ajustados y blusas cortas, con la coleta, parecía una estudiante.
Javier quería a su lado a una mujer de verdad. Y encontró a Adriana. Ahora él mismo plancha las camisas, cocina y friega los platos. Y por las noches sueña con los brazos de gitano y pasteles de Lucía. Los sueños huelen a vainilla y resuenan con su risa
Tras poner orden en la cocina, Javier entró en el salón. Adriana estaba tumbada en el sofá, apoyada con elegancia sobre los codos. Frente a ella había una revista, y en la mesita, tres tazas de café usadas.
Qué maravilloso eres, mi conejito. ¿Qué haría sin ti? arrulló su mujer, tendiéndole los brazos. Vengo de la manicura. ¡Estoy agotada! Mira: unas uñas perfectas, ¿verdad? Auténticas, ¿no? Ven, cariño, que te abrace
A Javier le invadió el hastío. “Será el hambre”, pensó, y volvió a la cocina a pelar patatas.