Perdió un amor, pero encontró una familia
Alberto llevaba meses cargando un peso en el pecho: quería marcharse. Sin gritos, sin platos rotos, sin lágrimas. Solo desaparecer, como si hubiera salido a comprar pan y nunca regresara.
Con Lucía habían compartido ocho años. Sin hijos, sin escándalos, sin pasiones desbordadas. Su vida era plana, como el asfalto de la calle principal de su pueblo. Cada mañana repetía la anterior: café, tostadas, su letra pulcra en la agenda. Una vez, Alberto se sorprendió al no recordar en qué se diferenciaba el viernes pasado del presente.
Lucía era una esposa perfecta. Demasiado perfecta, y eso empezaba a ahogarlo. La casa brillaba, la cena siempre estaba caliente, todo se hacía sin que él pidiera nada. Una tarde pensó en un té, y en ese mismo instante, Lucía entró con una taza humeante.
—¿Cómo lo adivinas?— preguntó él, disimulando la irritación.
—Solo te conozco— respondió ella en voz baja—. Porque te quiero.
Alberto asintió, pero algo se encogió dentro de él. No la abrazó, no la besó— solo murmuró un “gracias”, como a un extraño. Los sentimientos se evaporaron sin ruido, dejando vacío. No había ira, solo indiferencia, que asustaba más que las peleas. Lucía parecía entenderlo. Entraba menos en su estudio, lo tocaba con menos frecuencia, se acostaba antes sola.
Un día, notó que ya no lo esperaba en la puerta. Simplemente se iba a la habitación sin decir nada, como si ya lo hubiera soltado.
—
Sofía irrumpió en su vida como un viento de primavera. La joven becaria de su empresa de construcción era todo lo contrario a Lucía: vivaz, descarada, con chispas en los ojos y una risa que daban ganas de vivir. Sus movimientos, su voz, incluso cómo lanzaba el bolígrafo sobre la mesa, atraían las miradas.
Alberto la notó al instante, pero mantuvo la distancia. Era demasiado joven, demasiado luminosa. Pero Sofía, como sintiendo su interés, no retrocedió. A veces se quedaba frente a su oficina, se acomodaba el pelo, iniciaba conversaciones banales tras las que se escondía algo más.
Empezó a pensar en ella constantemente. Su voz resonaba en su cabeza, su silueta se colaba en las ventanas del trabajo. Por primera vez en años, se sintió vivo. La culpa lo roía, pero se justificaba: “No está pasando nada”.
Hasta que pasó.
Noche tarde, oficina vacía, ascensor. Quedaron solos. Silencio. Sofía dio un paso adelante y lo besó— ligero, sin palabras.
—Solo quería probar— susurró al salir, con una sonrisa.
Alberto se quedó inmóvil, el corazón latiendo como el de un adolescente. La sangre le ardía.
Ella no dio más pasos, pero sus miradas, gestos, rozaduras casuales eran un imán. Jugaba con sutileza, sin forzar nada. Y él se hundía más en ese juego, dejando de oír la voz de Lucía en la cena.
Sofía llenó sus pensamientos. Y no notó cuándo las fantasías se convirtieron en traición.
Terminaron en un hostal a las afueras. La lluvia golpeaba los cristales, el aire olía a su perfume. Todo ocurrió rápido, como en fiebre. Alberto se sintió libre, como si hubiera roto cadenas. No era un marido infiel— era un hombre que recuperaba su vida.
Al marcharse, Sofía se ajustó el pelo y guiñó un ojo:
—Somos adultos. Sin ataduras.
Él asintió, pero en su pecho ya nacía la inquietud.
En casa le esperaba la cena tapada. Lucía dormía en el sofá, arropada con una manta. Se sentó a su lado, la observó. Ella abrió los ojos. Callaron, pero su mirada lo dijo todo.
Alberto quiso explicarse— “perdón”, “no es culpa tuya”, “me perdí”— pero las palabras se atascaron. Lucía no preguntó. Solo giró la cabeza hacia la pared.
No había traicionado a su esposa— había traicionado a quien todavía lo esperaba.
Pero al día siguiente, volvió a ir con Sofía.
—
Alberto se fue de viaje de trabajo, posponiendo la conversación inevitable con Lucía. Sofía lo siguió después, como si fuera lo más natural. Pasaban las tardes en su habitación, borrando los límites del pasado.
Al cuarto día, regresó solo. Llovía. Cruzando la calle, vio a una mujer con un carrito de bebé que pisaba la calzada. Un coche salió de una curva. Alberto los empujó a tiempo. El golpe lo alcanzó a él.
—
El coma duró una semana. El diagnóstico sonó a sentencia: lesión medular, riesgo de parálisis. Al despertar, vio a Lucía. Estaba sentada junto a la cama, sosteniendo su mano. Sin llorar, sin hablar— simplemente allí.
Sofía llegó al quinto día. Se quedó en la puerta, sin acercarse.
—Soy demasiado joven para esto— dijo fríamente—. No es mi destino.
Se fue sin mirar atrás, como cerrando un capítulo.
Alberto entendió: ella nunca lo había conocido. Ni quería.
Lucía se quedó. Hablaba con los médicos, limpiaba la mesa, a veces dormitaba en la silla junto a él. Su mano en la suya era lo único que lo anclaba al mundo.
Tras el alta, la vida se derrumbó. Perdió el trabajo— lo despidieron “amablemente”. A Sofía la vio en la oficina con el nuevo director. Pasó de largo, sin mirarlo.
Tratamientos, medicinas, rehabilitación— todo cayó sobre Lucía, maestra de escuela. Un día, Alberto notó que ya no llevaba su anillo de zafiro.
—Es solo un objeto— susurró—. Tú importas más.
—
En primavera, la llevó a un pequeño restaurante junto al río. Humilde, con un violín en vivo y luz cálida. Lucía sonreía, sus ojos brillaban con un calor que él alguna vez ignoró.
—¿Qué puedo hacer por ti?— preguntó cuando el café se enfrió.
—Daría mi vida por ti— respondió—. Pero no necesito nada. Solo vive.
Él tomó su mano, sintiendo su calor por primera vez en años.
Una semana después, llamó Antonio Méndez— el empresario cuya mujer e hija Alberto había salvado en el cruce.
—Le debo esto— dijo firme—. Hay trabajo. De oficina, sin viajes. Yo le enseño.
El trabajo le devolvió propósito, dinero, esperanza. Alberto volvió a sentirse útil. Pero más que nada, quería recuperar a Lucía— no como esposa, sino como aquella a quien amó pero no supo valorar.
Planeó proponerle matrimonio de nuevo. Pero ella se fue primero.
Por la mañana, Lucía, como siempre, sirvió el desayuno, arregló su manta, le dio un beso en la frente. Por la noche, ya no estaba. Sobre la mesa, una nota:
“Sabía lo de Sofía. Lo del hostal. Callé porque entonces perdí a nuestro hijo. No quería vivir, pero me quedé por ti. Ahora me voy por mí”.
Alberto releía las palabras hasta que las letras se borraron. Las manos le temblaban, el corazón latía sordo, pero dentro solo había vacío. El dolor no era agudo, sino opresivo, como nieve invernal. No supo que había destruido algo irrecuperable.
Al día siguiente, la encontró. Llamó a su puerta, suplicó que abriera. Lucía salió— serena, con un cárdigan viejo, mirada cansada.
—Perdona. No sabía…— comenzó él.
—Lo sabías, Alberto. SimplementLa puerta se cerró suavemente, dejándolo en el frío pasillo con la certeza de que algunos errores no tienen vuelta atrás.







