Los padres de Miguel le escogieron una novia por su estatus. Y yo me convertí en su enemiga solo por no haber nacido en la familia adecuada.
Todo empezó en nuestra infancia. Miguel era el único hijo de un profesor universitario y una médica reconocida. Su madre, una pediatra respetada; su padre, catedrático de Filosofía. Su vida estaba milimetrada: clases extraescolares, deporte, libros, concursos… Él cumplió todas sus expectativas: listo, educado, siempre sobresaliente. Pero algo no encajaba en su mundo perfecto: su amistad conmigo.
Me llamo Lourdes. Nací en una familia humilde, por no decir problemática. Mi madre no trabajaba, y mi padre, obrero en una fábrica, bebía hasta que un día desapareció para siempre. Aun así, Miguel estuvo siempre ahí. Me ayudaba con los deberes, me defendía de las burlas en el barrio, compartía sus bocadillos en el cole y escuchaba mis miedos infantiles. Éramos inseparables… hasta que la vida nos separó.
A los quince, mi madre murió. Terminé en un orfanato, y perdimos el contacto. Más tarde supe que Miguel intentó buscarme, pero sus padres le convencieron de que yo había cortado el vínculo. Dejó de escribir, y durante años creí que simplemente ya no le importaba.
Nos reencontramos por casualidad en los exámenes de selectividad. Apenas reconocí en ese chico seguro de sí mismo al niño con el que correteaba por el parque. Pero él supo al instante quién era yo. Con una sonrisa y voz temblorosa, retomamos nuestra amistad… aunque esta vez con algo más.
Miguel propuso que fuéramos a la misma universidad. Lo logramos. Estudiamos juntos, pasábamos tardes enteras en la biblioteca, paseábamos bajo la lluvia… Y un día, bajo las hojas del otoño, me cogió la mano y me dijo que me amaba. Lloré de felicidad.
Seis meses después, le confesé que durante años le había escrito cartas desde el orfanato. Se quedó helado. Sus padres jamás se las habían entregado. Estaba furioso. Su madre le aseguró que lo hicieron “por su bien”, para protegerlo de “un pasado sucio”. Para él, esas cartas fueron la prueba de una traición… pero no la mía, sino la de ellos.
Cuando les anunció que quería casarse conmigo al terminar la carrera, estalló el escándalo. Ya tenían elegida a “la perfecta”: hija de un decano, culta, de buena familia. Y yo… seguía siendo la chica “de la nada”. Pero Miguel se plantó. Nos mudamos juntos a un piso de alquiler. Cuando le dije que estaba embarazada, me abrazó y susurró: “Será el niño más feliz del mundo”.
Días después, su madre apareció en casa. Sin saludar. Solo dejó un sobre lleno de billetes sobre la mesa y murmuró: “Desaparece de su vida. Para siempre”.
No le dije nada a Miguel. No quise emponzoñar nuestro amor. Pero cuando nació nuestro hijo, todo se rompió.
Su madre volvió, esta vez con un “regalo” distinto: un análisis de ADN falsificado que afirmaba que el niño no era suyo. Miguel le creyó. Hizo la maleta y se fue sin escucharme. Me quedé con el bebé en brazos, incapaz de aceptar que el hombre que amaba pudiera borrarnos así.
Vendí el piso, me mudé a otra ciudad, entré en la facultad de Medicina. Trabajé, estudié y crié a mi hijo sola. Nunca le hablé mal de su padre. Solo le decía: “Nos quiso mucho, en otro tiempo”. Pasaron los años.
Me hice médico militar. Mi hijo creció. Y una década después, conocí a un hombre en quien volví a confiar. Nos casamos, tuvimos dos hijos más. Él nunca hizo distinción entre “los suyos” y “el otro”. Fue un padre para mi primer hijo. Y yo… por primera vez, sentí lo que era ser amada sin condiciones.
Miguel, según supe después, terminó siendo un médico más en un hospital de provincias. Se casó con la chica que eligieron sus padres. No tuvieron hijos. Nos cruzamos en un congreso médico… y en sus ojos vi dolor, arrepentimiento, confusión.
Quiso hablar. Pero solo sonreí, cogí de la mano a mi hija pequeña y seguí adelante.
Porque no se empieza una vida nueva desde el pasado. Y yo… ya había empezado la mía.
¿Y sabes qué? Lo más triste es que, en pleno siglo XXI, aún se juzgue a la gente por su apellido y no por su corazón. Miguel perdió una familia por no ser lo bastante fuerte para elegirnos. Y yo… encontré la mía. La verdadera.







