¡Oye, bribón! ¡Ven aquí ahora mismo!

—¡Vascón! ¡Parásito, demonio! ¡Ven aquí ahora mismo!

Doña Nuria barría con resignación los pedazos de la taza rota mientras seguía regañando a Vascón, sabiendo de antemano que no aparecería hasta el día siguiente. Antes, cuando Vascón era joven e ingenuo, acudía al primer grito de la abuela. Pero, tras recibir un par de veces el trapo y la escoba en el trasero, se volvió más listo. Ahora, por el tono y el volumen de los gritos, sabía medir el peligro. A veces podía aparecer por la tarde, otras veces no se dejaba ver en dos o tres días.

Esta vez, persiguiendo un ratón, había derribado sin querer una taza olvidada sobre la mesa. La vez anterior, había volcado un saco de arroz, y antes de eso, había habido otros pequeños incidentes. Todo por culpa de esos malditos ratones. Pero Doña Nuria seguía regañando a Vascón, aunque, en realidad, él no tenía la culpa. Solo hacía su trabajo y rendía cuentas, llevando a la cama de la abuela ratones, topos y ratas estrangulados.

Por la mañana, al despertar y ver el último “informe”, Doña Nuria se santiguó y comenzó su cantinela de siempre:

—¡Vascón! ¡Parásito! ¿Por qué me traes esto otra vez a la cama? ¡Te voy a echar, maldito seas!

Al ver la taza rota, se enfureció aún más. Pero, para ser justos, hay que decir que en público la dueña alababa a su gato. Decía que era un excelente cazador de ratones, limpio y cariñoso. Vascón se esforzaba por no defraudar y cuidaba con dedicación la pequeña cosecha de la abuela. De lo contrario, los ratones habrían arrasado con las patatas y las zanahorias del sótano. Y ni hablar del arroz.

Vascón, con filosofía, atribuía los platos rotos y otros percances a pérdidas inevitables.

Esa noche, Doña Nuria llenó un platillo con leche y llamó al gato durante un buen rato, pero él se había esfumado y no aparecía por ningún lado:

—Misi, misi, Vascón, parásito. ¿Dónde te has metido? La leche se va a agriar. Bueno, al diablo contigo…

La abuela decidió freírse unas patatas para la cena. Abrió la trampilla del sótano y, gruñendo, comenzó a bajar las escaleras. Agachada y entrecerrando los ojos, llegó hasta el rincón donde guardaba las patatas. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, Doña Nuria vio a Vascón.

Respiraba con dificultad. Su pata delantera derecha estaba hinchada, el doble de gruesa que la izquierda. Y junto a los tubérculos yacía una enorme víbora muerta.

—¡Dios mío! —exclamó Doña Nuria, imaginándose al instante cómo los colmillos venenosos se clavaban en su mano. Solo de pensarlo, le subió la presión y el corazón comenzó a latir de manera irregular—. Vascón, mi salvador. ¿Qué te ha pasado? Aguanta, ahora mismo te ayudo. ¡Maldito seas, mira en qué lío te has metido! ¿Qué haría yo sin ti?.

Cargando al gato, Doña Nuria salió del sótano, agarró su bolso y, sin cambiarse de zapatillas, corrió hacia la casa del vecino.

—¡Paco! ¡Paco! ¡Ayúdame! Llévame urgentemente al pueblo.

—¿Qué pasa, Doña Nuria? ¿A qué viene tanta prisa a estas horas?

—Necesito ir al veterinario. A Vascón lo ha mordido una víbora. Llévame, por el amor de Dios. Te pagaré la gasolina y por la molestia.

—Ahora mismo, Doña Nuria. Le aviso a mi mujer y nos vamos.

Frente a la clínica veterinaria, Doña Nuria bajó del coche. Suspirando y lamentándose, sacó al gato, que respiraba con dificultad y colgaba como un trapo, y entró rápidamente en la recepción.

—Hija mía —le dijo a la recepcionista—, por favor, ayúdame. Salven a Vascón, es todo lo que tengo.

Un vistazo al pobre gato fue suficiente para diagnosticarlo.

—¿Una serpiente? ¿Cuándo fue la mordedura?

—Hoy. No sé exactamente a qué hora. Lo encontré en el sótano y vine directamente.

—Hay que ponerle un suero urgente.

Se llevaron a Vascón.

Aproximadamente veinte minutos después, la veterinaria regresó a la sala de espera y se dirigió a Doña Nuria:

—Vamos a hacer los papeles. ¿Usted es la dueña? ¿Cómo se llama?

—Ana Serrano. Martínez.

—Bien, ¿cómo se llama el gato? ¿Cuántos años tiene?

—Vascón, tiene seis, creo. Por favor, sálvenlo. Con Vascón hablo, veo la tele y en invierno me da calor. Además, ¿dónde voy a encontrar otro cazador de ratones como él? Hasta me salvó de la serpiente.

Doña Nuria rompió a llorar.

—Tranquila. Haremos todo lo posible. Tendrá que quedarse en observación esta noche. Venga mañana y veremos cómo evoluciona.

—Hija, dime, ¿es muy caro?

—No se preocupe. Solo pagará los medicamentos. Estoy segura de que todo saldrá bien. Su gato es un luchador. Saldrá adelante.

—¿Y usted cómo se llama?

—Verónica Álvarez.

—Que Dios la bendiga, Verónica.

En el coche, Doña Nuria le preguntó a Paco:

—Paco, ¿puedes traerme mañana temprano?

—Doña Nuria, mañana salgo a trabajar a las siete…

—Pues yo iré contigo.

—Pero la clínica abre a las nueve.

—No importa, esperaré.

—Está bien. Mañana paso por usted.

Al día siguiente, Verónica, de camino al trabajo, vio a la anciana sentada en un banco frente a la clínica. La abuela se levantó con esperanza:

—¿Cómo está mi parásito?

—Ahora mismo lo revisamos.

Media hora después, Doña Nuria caminaba hacia la parada del autobús con Vascón en brazos, acariciándole la cabeza y murmurando:

—Verónica dice que en tres días estarás como nuevo. Te compraré nata, no de la del supermercado, sino de la de verdad, y jamón. Te lo has ganado. Solo vive mucho tiempo, maldito seas.

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¡Oye, bribón! ¡Ven aquí ahora mismo!