Nuestra historia secreta cumple 15 años.

Lo nuestro lleva quince años siendo un secreto. Ya puedo contarlo ahora que mi marido lo sabe.

Antes del parto, estuve 26 días ingresada para recibir cuidado médico, como unas vacaciones antes de las noches sin dormir. En mi habitación estaba Ana, una chica de 21 años, simpática, de clase media, vivía con sus padres, y el embarazo no había sido planeado. El padre del bebé no estaba contento y no le proponía matrimonio, algo que no es tan raro, y ella no lo veía como una catástrofe, así que no solíamos hablar mucho al respecto. Solo mencionó una vez que su madre quería una nieta, mientras que a su padre le daba igual si enseñaba a montar en bici a un nieto o una nieta. Nos hicimos amigas, charlábamos mucho y compartíamos chucherías.

Una mañana, durante un chequeo médico, el médico le preguntó:
– ¿Ha cambiado de opinión?
– No, – respondió firmemente.
– La enfermera le entregará el formulario. Por ley, tiene seis meses para cambiar de parecer.

No pregunté nada porque tenía miedo. Antes del almuerzo, la enfermera le llevó los documentos y Ana los rellenó. Ya no podía soportar mis pensamientos, que retumbaban en mi cabeza, y pregunté:
– ¿Qué es esto?
– Un formulario de renuncia.
– ¿Por qué? ¡Puedes criar al bebé, tus padres te ayudarán, eres joven y fuerte!
– Ya vendrán más, pero ahora este no es el momento ni lo necesito.

Su respuesta fue fría, sin tristeza ni pena por el bebé, y mucho menos lágrimas. No apartó la mirada de la mía, y yo esperaba el momento en que empezara a llorar, ya que así podría convencerla. Pero no lloró.

Desde entonces, apenas hablábamos. Empecé a soñar con adoptar a su bebé. Después de una noche llena de pensamientos, fui al día siguiente a ver a mi médico. Le conté mi idea, y fuimos a ver al jefe de la maternidad. Le expliqué todo. Y luego fuimos al director. Solté toda la verdad:

– ¿Es posible que figure como si yo hubiese tenido al bebé? ¿Podría ser todo tan secreto? No quiero explicarlo a mi esposo, simplemente decir que tuve gemelos. ¡Con tanto líquido amniótico, parecía fácil!

El director me miró asombrado.
– ¡Eso es ilegal! ¡¿Quieres que me enfrente a un juicio por ti?!

– ¿Qué más da? ¡Inventa algo, por favor! ¡Aunque nazcan en fechas distintas, registra al bebé con los míos! ¿O se lo venderéis a otro? – Fui demasiado lejos con mi comentario, y los médicos, ofendidos, me echaron.

Esa noche, Ana dio a luz. Estaba destrozada, pero tenía la esperanza de que Dios le había reservado una buena vida a ese bebé. Evité pensar mucho en ello, para no romperme a llorar, mientras acariciaba mi barriga.

La noche siguiente, entré en trabajo de parto. Fue un parto difícil. A las 6:55 me convertí en la mamá de Lucía.

Inmediatamente después, aún apenas recuperada, el director se me acercó:
– ¿Todavía tienes la misma idea?
Al principio no entendí, pero pronto asentí vigorosamente:
– ¡No, no, no he desistido!

Así terminé con dos bebés: Diego y Lucía. Diego era un comilón, mientras que Lucía, aunque perezosa para comer, aumentaba de peso.

Le pregunté al director cómo podría colaborar con la maternidad. Me entregó una lista y dijo:
– Cuanto más, mejor, siempre faltan cosas.

No le dije a mi esposo acerca de los gemelos por teléfono. Le pedí que viniera. Al ver a los bebés, no se quedó en shock, pero sí se sentó pidiendo agua, y al tomarla, preguntó:
– ¿Y qué pasó con el ultrasonido…? eh… ¿Ya les has puesto nombre?

– ¿Y tú qué sugieres?
– Pensamos en Lucía, pero… – de repente se vistió de una amplia sonrisa – ¿y Diego como tu abuelo?
Claro, le dije. Lloré, y él pensó que de felicidad. Un poco sí era felicidad, aunque sabía que mentía, me daba miedo.

No sé cómo arreglaron los papeles, pero desde el principio todo fue correcto, desde las pulseritas hasta el alta.

El 21 de abril mis hijos cumplieron 15. Fuimos a pescar para celebrarlo. Regalo a Diego una caña con carrete, a Lucía una bici de montaña. Decidí entonces contarle a mi marido, pero no podría hacerlo sobria por miedo a su reacción. En el viaje de vuelta compré dos botellas de vino. Ante su sorpresa respondí: “Es una celebración”. Los niños se acostaron tarde, y en la cocina continuamos la fiesta. Cuando ya quedaba poco de la segunda botella, se lo conté. Iñigo escuchó y dijo:

– No me lo creo.
– Es cierto…, dije tambaleándome por el vino y esbozando una cruz.

La tarde siguiente me lo volvió a preguntar:
– ¿De verdad?
– Sí, – ahora con la cabeza baja.

Hablamos largo rato, y lloré. Fue un alivio, él me comprendió.

– ¡Vaya sorpresa la que me has dado! – susurró mientras llamaba a los niños. – Vuestra madre es una mujer fuerte y sabia. Cuidadla mucho – dijo con una sonrisa.

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