No tengo ganas, pero hago las maletas y me voy con mi hijo a casa de mi madre

**Mi diario:**

Aunque no me apetece nada, estoy haciendo las maletas para irme con mi hijo Daniel a casa de mi madre, Irene Martínez. ¿El motivo? Ayer, mientras paseaba con mi niño, mi marido, Sergio, decidió ser “hospitalario” y dejó entrar a nuestros primos en nuestro cuarto: su prima Olga, su marido Carlos y sus dos hijos, Lucía y Javier. Lo más indignante es que ni siquiera me lo consultó. Simplemente me dijo: “Tú y Daniel podéis quedaros en casa de tu madre, allí hay espacio”. ¿En serio? ¿Este es nuestro hogar, nuestra habitación, y ahora tengo que dejar paso a unos desconocidos? No, esto ya es demasiado.

Todo empezó cuando volví del paseo con Daniel. Estaba cansado, quejándose, y yo solo anhelaba acostarlo y tomarme un té en paz. Pero al entrar, me encontré con un caos. En nuestra habitación, donde dormimos Sergio, Daniel y yo, ya estaban instalados Olga y Carlos. Sus hijos, Lucía y Javier, correteaban por allí, esparciendo juguetes, mientras mis cosas—libros, maquillaje, hasta el portátil—estaban amontonadas en un rincón, como si ya no viviera allí. Me quedé helada y le pregunté a Sergio: “¿Qué es esto?”. Y él, con una calma insultante, me soltó: “Olga y los niños necesitan un sitio para quedarse. Pensé que podríais iros a casa de tu madre, allí hay más espacio”.

Casi me ahogo de la rabia. Primero, ¡es nuestra casa! Los dos pagamos el piso, lo decoramos, elegimos los muebles. ¿Y ahora tengo que marcharme porque a sus primos les apetece pasar unos días en la ciudad? Segundo, ¿por qué no me preguntó? Quizá habría accedido a ayudarlos, pero al menos podríamos haberlo hablado. Pero no, me lo soltó como un hecho consumado. Olga, por cierto, ni siquiera se disculpó. Solo sonrió y dijo: “Tranquila, Ana, solo será un par de semanas”. ¿Un par de semanas? ¡Ni un solo día quiero que extraños toquen mis cosas!

Carlos, el marido de Olga, no dice nada. Sentado en nuestro sofá, bebiendo café de mi taza favorita, asiente como un mudo. Y los niños son otro tema. Lucía, de seis años, ya ha derramado zumo en nuestra alfombra, y Javier, de cuatro, cree que mi armario es perfecto para esconderse. Intenté dejar claro que esto no es un hotel, pero Olga se limitó a reír: “¡Ay, son niños, qué le vamos a hacer!”. Claro, como si limpiar les tocara a mí.

Hablé con Sergio a solas. Le dije que me dolía que tomara esa decisión sin mí. Que Daniel necesita estabilidad, su cama, su espacio. ¿Llevar a un niño de tres años a casa de mi madre para que duerma en un sofá-cama? No es justo. Pero Sergio se encogió de hombros: “Ana, no exageres. Son familia, hay que ayudar”. ¿Familia? ¿Y nosotros, acaso, no lo somos? Me enfurecí tanto que casi lloro. Pero en vez de eso, empecé a hacer las maletas. Si cree que voy a callarme y aguantar, está muy equivocado.

Mi madre, Irene, cuando se enteró, se puso furiosa. “¿Ahora Sergio decide quién vive en vuestra casa? —me gritó al teléfono—. Veníos, que aquí os recibimos, pero luego arregla esto con tu marido”. Mi madre es mujer de carácter, lista para venir a echarlos. Pero no quiero escándalos. Solo quiero que mi hijo esté cómodo y poder pensar con calma qué hacer.

Mientras metía la ropa en la maleta, no paraba de darle vueltas. ¿Cómo pudo Sergio borrarnos así de nuestra propia vida? Siempre he sido buena esposa: cocinando, limpiando, apoyándole. Pero ni siquiera pensó en cómo me sentiría al ver a desconocidos en nuestra cama. Y lo peor: ni una disculpa. Solo un “no montes un drama”. Pues lo siento, Sergio, pero no es un drama, es un elefante entero sentado en mi vida.

Ahora vamos a casa de mi madre, y, la verdad, me alivia. Allí siempre hay paz, huele a bizcocho recién hecho, y a Daniel le encanta jugar en su jardín. Pero no pienso dejar las cosas así. Cuando vuelva, hablaremos en serio. Si quiere que seamos una familia, debe respetarnos. Olga y Carlos que busquen un piso o un hotel. No me opongo a ayudar, pero no a costa de mi tranquilidad y sin mi permiso.

Mientras guardo los juguetes de Daniel, él me mira con esos ojos grandes y pregunta: “Mamá, ¿nos quedamos mucho con la abuela?”. Lo abrazo y le digo: “No mucho, cariño. Solo un tiempo, y luego volveremos a casa”. Pero dentro de mí sé que solo regresaré cuando esté segura de que nuestra casa vuelva a ser *nuestra*. Y que Sergio entienda qué importa más: su falsa hospitalidad o su propia familia.

**Lección aprendida:** La generosidad no debe ser a costa de los tuyos. Si no hay respeto, no hay hogar.

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No tengo ganas, pero hago las maletas y me voy con mi hijo a casa de mi madre