**Diario de una Decisión**
—Mamá, ya no puedo seguir así —susurró Lucía, mirando el cielo gris de Madrid desde la ventana, cubierto de nubes pesadas.
—¿Qué quieres decir con que no puedes? ¿Veintidós años aguantaste y ahora de repente ya no? —Carmen Álvarez levantó las manos, su rostro lleno de arrugas contraído por la indignación—. ¿Te has vuelto loca con la edad? ¿En qué estabas pensando?
Lucía esbozó una sonrisa amarga. ¿En qué pensaba? En las noches en vela esperando a su marido después de sus “reuniones de trabajo”. En las miradas despectivas que le lanzaba durante la cena. En cómo la llamaba “bruja amargada” delante de sus amigos y luego se reía como si fuera una broma.
—Pienso en que quiero vivir para mí, por fin —respondió en voz baja.
—¿Para ti? —su madre soltó una risa corta—. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Dónde voy a ir? ¡Con mi pensión apenas llego para pan! Además, Jaime nos mantiene a las dos, por si no lo sabías.
Lucía sintió un nudo en la garganta. Siempre igual: en cuanto hablaba de sí misma, su madre le echaba en cara una deuda eterna. Obligaciones, culpa, cadenas que había arrastrado toda la vida.
—He encontrado trabajo, mamá. Contable en una empresa privada.
—¿Qué? —Carmen se dejó caer en una silla, llevándose una mano al pecho—. ¿Así que por eso ibas a esos cursos? ¿Lo tenías planeado? ¿A mis espaldas?
—No tengo que darte cuentas de todo…
—¡Sí que lo tienes! —la voz de Carmen subió de tono—. ¡Yo te crié, pasé noches sin dormir! ¡Te di la vida! ¿Y ahora quieres tirarlo todo por ti misma? ¿Por qué? ¿Por capricho?
En el recibidor, la puerta se cerró de golpe. Jaime había llegado. Sus pasos resonaron como una sentencia. Lucía apretó los puños, sintiendo las uñas clavarse en sus palmas.
—¿De qué discuten, señoras? —su voz sonaba melosa, como siempre cuando había testigos—. Carmen, gritas tanto que van a llamar a los vecinos.
—¡Tu mujer se ha vuelto loca! —su madre cambió el tono al instante—. ¡Dice que quiere trabajar y quieren divorciarse!
Jaime giró lentamente hacia Lucía. Algo frío y calculador brilló en su mirada.
—¿Ah, sí? —dijo, arrastrando las palabras—. ¿Y desde cuándo se te ocurrió eso, cariño?
Un escalofrío recorrió su espalda. Conocía demasiado bien ese tono: dulce en la superficie, pero cargado de peligro.
—No se me ocurrió, Jaime. Lo decidí —su propia voz la sorprendió, firme.
—¡Decidió ella! —Carmen agitó las manos—. ¡Jaime, háblale! ¿Es la menopausia? ¡Se le ha ido la cabeza!
—¡Mamá! —Lucía se volvió bruscamente—. ¡Basta! Tengo cincuenta y dos años, no estoy loca ni soy una histérica. Simplemente ya no quiero…
—¿Qué es lo que no quieres, mi vida? —Jaime dio un paso adelante, su sonrisa falsa—. ¿No te gusta el piso? ¿O el coche? ¿O que no te compro suficientes joyas?
—Basta —Lucía retrocedió hacia la ventana—. Sabes perfectamente que no es eso.
—¿Ah, no? ¿Entonces es por esa secretaria joven con la que lo viste? —intervino Carmen—. ¡Por favor! Todos los hombres tienen sus debilidades. ¡Aguanta como cualquier mujer normal!
Algo se quebró dentro de Lucía. Ahí estaba: “aguanta”. ¿Cuántas veces lo había oído en su vida? Aguanta cuando te humilla. Aguanta cuando te engaña. Aguanta porque “así es la vida”, porque “piensa en tu madre”.
—Escucha, cariño —Jaime se sentó en el brazo del sillón, cruzando las piernas—, hablemos claro. Sabes que sola no sobrevivirás, ¿no? ¿Qué trabajo vas a encontrar a tu edad? ¿Quién te va a querer?
—¿Nadie me quiere? —Lucía soltó una risa amarga, y Carmen se estremeció—. Claro, Jaime.
Eso es lo que me has repetido todos estos años. Que no valgo nada, que nadie me querría, que debo agradecer cada migaja que me das.
—Hija mía —Carmen intentó tomar su mano—, estás exagerando…
—No, mamá —Lucía se liberó con suavidad pero firmeza—. Por primera vez en años veo todo claro. Y me voy.
—No irás a ninguna parte —Jaime perdió la falsa calma—. ¿Olvidaste a quién está el piso a nombre? ¿O quién paga los medicamentos de tu madre?
—Ahí está —Lucía sintió una paz extraña—. Por fin muestras tu verdadero rostro. Ni siquiera frente a mi madre pudiste disimular.
—Lucía, hija —Carmen se llevó una mano al corazón—, ¿no me abandonarás? ¿A dónde vas a ir?
—Tengo un piso. Lo alquilé la semana pasada.
—¿Qué? —exclamaron a coro.
—Sí, imagínense. Pequeño, en las afueras. Pero es mío. Bueno, alquilado, pero mío.
Jaime soltó una carcajada:
—¿Y con qué dinero piensas pagarlo? ¿Con el sueldo de una contable sin experiencia?
—No soy ninguna inútil —respondió en voz baja—. Terminé los cursos con nota. Y me han dado un buen puesto.
—¡Ingrata! —gritó Carmen—. ¡No te crié para que acabes en un cuarto alquilado! ¿Qué dirá la gente?
—La gente, la gente… —Lucía sacudió la cabeza—. Toda la vida te importó más “la gente” que yo.
Entró en el dormitorio y sacó una maleta preparada. Jaime la bloqueó:
—¡Ni se te ocurra irte!
—Quítate —su voz sonó de acero—. Voy a pedir el divorcio. Y no me amenaces, tengo grabaciones de tus humillaciones y pruebas de tus infidelidades. ¿Crees que a tus socios les gustará el escándalo?
Jaime palideció. Nunca lo había visto tan perdido.
—Estás… mintiendo.
—Ponlo a prueba —Lucía sonrió—. Veintiocho años callada. Reuniendo cada pedazo de lo que escondías. ¿Pensabas que era ciega? ¿Tonta? No, cariño. Solo esperaba a que los niños crecieran.
—¡Los niños! —se animó Carmen—. ¡Ellos qué dirán! ¡Vas a deshonrar a la familia!
—Ya lo saben, mamá. Hablé con ellos la semana pasada. ¿Qué crees que me dijo Sofía? “Mamá, llevo años esperando esto”.
Un silencio pesado llenó la habitación. Carmen se dejó caer en un sillón, los labios temblorosos. Jaime apretaba los puños.
—¿Así que todo planeado? —masculló entre dientes—. Pero si te vas, no vuelvas. Ni un céntimo para tu madre.
—No lo necesito —cerró la maleta—. Lo haré sola.
—¡Que lo hará! —Carmen saltó—. ¿Y mis pastillas? ¿O la hipoteca? ¡Con mi pensión no llego!
—Mamá, ya te dije: tengo trabajo. Te ayudaré en lo que pueda.
—¿En lo que puedas? —Carmen se agarró la cabeza—. ¿Y si te despiden? ¿A tu edad?
—¡Basta! —la voz de Lucía retumbó—. ¡Basta de que me hagas**Diario de una Decisión (Final)**
Tres meses después, mientras Lucía preparaba café en su pequeño piso, sonó el timbre, y al abrir la puerta, encontró a su madre sosteniendo una cazuela con un aroma familiar que la hizo sonreír, comprendiendo que, al fin, ambas habían comenzado a sanar.
Fin.