No te atrevas a dejarlo, ¡ya nos hemos acomodado a esta buena vida!

—Mamá, ya no puedo vivir así —dijo Lucía, mirando por la ventana el cielo gris cubierto de nubes espesas.

—¿Qué dices que no puedes? ¡A los cincuenta y dos años decides que no puedes! —Valentina, su madre, alzó las manos, su rostro arrugado se contrajo de indignación—. ¿Te has vuelto loca a estas alturas? ¿En qué estás pensando?

Lucía sonrió con amargura. ¿En qué pensaba? En las noches en vela esperando a su marido de sus “reuniones de negocios”. En las miradas de desprecio que le lanzaba durante la cena. En cómo la llamaba “vieja cursi” delante de sus amigos y luego se reía, como si fuera solo un chiste.

—Pienso en que quiero vivir para mí, al fin —respondió en voz baja.

—¿Para ti? —su madre soltó una risa cortante—. ¿Y qué será de mí? ¿Con mi pensión apenas llego para el pan! Javier nos mantiene a las dos, ¿o se te ha olvidado?

Lucía sintió un nudo en la garganta. Siempre igual: apenas hablaba de sí misma y su madre ya le echaba en cara deudas. Obligaciones, culpa, cadenas que arrastraba desde siempre.

—He encontrado trabajo, mamá. De contable en una empresa privada.

—¿Qué? —Valentina se dejó caer en una silla, llevándose una mano al pecho—. ¿Por eso hiciste esos cursos? ¿Lo preparaste todo a mis espaldas?

—No tengo que…

—¡Sí que tienes! —su madre alzó la voz—. ¡Te crié, pasé noches sin dormir! ¡Te di la vida! ¿Y ahora quieres destruirlo todo? ¿Por capricho?

En el recibidor, la puerta se abrió de golpe. Eran los pasos pesados de Javier, como una sentencia. Lucía apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas.

—¿De qué discutís, señoras? —su voz sonaba dulce como la miel delante de testigos—. Valentina, gritas tanto que los vecinos vendrán a ver qué pasa.

—¡Tu esposa se ha vuelto loca! —su madre se volvió hacia él—. ¡Dice que quiere divorciarse y trabajar!

Javier se giró despacio hacia Lucía. Algo frío, como una serpiente, brilló en sus ojos.

—¿Ah, sí? —dijo arrastrando las palabras—. ¿Y desde cuándo planeas esto, cariño?

Lucía sintió un escalofrío. Conocía demasiado bien ese tono: engañosamente dulce, presagio de tormenta.

—No lo planeé, Javier. Lo decidí —se sorprendió de la firmeza en su voz.

—¡Decidido! —su madre agitó las manos—. ¡Javier, háblale! ¡Debe ser la menopausia, se le ha ido la cabeza!

—¡Mamá! —Lucía se volvió—. ¡Basta! Tengo cincuenta y dos años, no estoy loca ni soy una histérica. Ya no quiero…

—¿Qué no quieres, cielo? —Javier dio un paso hacia ella, su sonrisa no llegaba a los ojos—. ¿No te gusta este piso? ¿O el coche? ¿O que no te compro suficientes joyas?

—Para ya —Lucía retrocedió hacia la ventana—. Sabes muy bien que no es eso.

—¿Entonces qué? ¿Esa secretaria joven con la que lo viste? —intervino Valentina—. ¡Tonterías! Todos los hombres tienen sus debilidades. ¡Aguanta, como cualquier mujer normal!

Algo se rompió dentro de Lucía. “Aguanta”. ¿Cuántas veces había escuchado esa palabra? Aguanta los insultos, las infidelidades, el desprecio. Aguanta porque “así es la vida”, porque “piensa en tu madre”.

—Mira, cariño —Javier se sentó en el brazo del sofá, cruzando las piernas—, hablemos claro. Sabes que sola no sobrevivirás. ¿Trabajo a tu edad? ¿Quién te va a querer?

—¿Quién me va a querer? —Lucía soltó una risa amarga que hizo temblar a su madre—. Exacto, Javier. Eso me llevas diciendo años. Que no valgo nada, que debo estar agradecida por tu atención.

—Hija mía… —su madre intentó cogerle la mano.

—No, mamá —Lucía la apartó con delicadeza pero firmeza—. Por primera vez en años veo todo claro. Y me voy.

—No irás a ninguna parte —Javier perdió su falsa dulzura—. ¿Olvidas que el piso está a mi nombre? ¿O quién paga las medicinas de tu madre?

—Ahí está —Lucía sintió una calma extraña—. Por fin muestras tu verdadera cara. Ni siquiera delante de mamá pudiste fingir.

—Lucía, cariño —su madre se llevó una mano al corazón—, ¿me dejarás sola? ¿Adónde irás?

—Tengo un piso. Lo alquilé hace una semana.

—¿Qué? —exclamaron al unísono su madre y su marido.

—Sí, imagínenselo. Pequeño, en las afueras. Pero es mío. Bueno, alquilado, pero mío.

Javier soltó una carcajada:

—¿Y con qué lo pagarás? ¿Con el sueldo de una contable sin experiencia?

—No soy ninguna inútil —respondió en voz baja—. Terminé los cursos con matrícula. Y me han dado un buen puesto.

—¡Traidora! —gritó su madre—. ¡No te crié para que acabes en un cuarto alquilado! ¡Qué dirá la gente!

—La gente, la gente… —Lucía negó con la cabeza—. Toda la vida te importó el qué dirán. Nunca lo que yo tenía que decir.

Entró en el dormitorio y sacó una maleta ya preparada. Javier le cortó el paso:

—¡Quieta! ¡No irás a ninguna parte!

—Aparta —su voz sonó como acero—. Voy a pedir el divorcio. Y no me amenaces: tengo grabaciones de tus gritos y pruebas de tus infidelidades. ¿Crees que a tus socios les gustaría el escándalo?

Javier palideció. Nunca lo había visto tan perdido.

—Estás… mintiendo.

—Ponlo a prueba —Lucía esbozó una sonrisa—. Veintiocho años callada. Reuniendo todo lo que escondías. ¿Creías que era ciega? ¿Tonta? No, cariño. Solo esperaba a que los niños volaran del nido.

—¡Los niños! —intervino Valentina—. ¡Exacto! ¿Qué pensarán? ¡Vas a deshonrarnos!

—Ellos lo saben, mamá. Hablé con ellos la semana pasada. ¿Sabes lo que dijo Ana? “Mamá, llevo años esperando a que te atrevieras”.

Un silencio pesado llenó la habitación. Valentina se dejó caer en el sillón, murmurando. Javier apretaba y soltaba los puños.

—¿Así que lo tenías todo planeado? —bufó—. Pero si te vas, no vuelvas. Ni ayudo más a tu madre.

—No hace falta —Lucía cerró la maleta—. Yo me encargaré.

—¡Ella se encargará! —su madre se levantó—. ¿Y mis pastillas? ¿Y el alquiler? ¡Con mi pensión no llego!

—Mamá, ya te dije: trabajo. Te ayudaré en lo que pueda.

—¿En lo que puedas? —Valentina se llevó las manos a la cabeza—. ¿Y si no puedes? ¿Si te despiden? ¡A tu edad…!

—¡Basta! —Lucía alzó la voz—. ¡Basta de reprocharme la edad! No soy una anciana, soy una mujer en plenitud. Y merezco ser feliz.

—¿Qué felicidad? —Javier frunció el ceño—. ¿CreesLucía cerró la puerta detrás de sí, respirando hondo mientras la lluvia fina de Madrid acariciaba su rostro, sintiendo por primera vez en décadas que el aire olía a libertad.

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No te atrevas a dejarlo, ¡ya nos hemos acomodado a esta buena vida!