Mi hijo, Javier, se casó hace diez años. Junto a su mujer, Candela, y su hija viven apretados en un minúsculo piso de una habitación en Málaga. Hace siete años, Javi compró un terreno y empezó a construir la casa de sus sueños. El primer año, la obra no avanzó ni un centímetro. Al año siguiente pusieron la valla y echaron los cimientos. Después, otra vez el silencio: no había dinero. Pero mi hijo, ahorrando hasta el último céntimo, nunca perdió la esperanza.
Con los años solo lograron levantar la planta baja. Pero su sueño es una casa de dos pisos, con espacio para todos, incluida yo. Javier siempre ha sido de familia, quería que viviéramos juntos. Lo poco que hay se consiguió porque Candela le convenció para cambiar su piso de dos habitaciones por uno más pequeño y meter la diferencia en la obra. Pero ahora hasta ellos se ahogan allí.
Cada vez que vienen a verme, solo hablan de la construcción. Discuten con entusiasmo sobre el papel pintado, la instalación eléctrica o el aislamiento. Nadie me pregunta por mi salud o cómo estoy. No me quejo, escucho sus planes, pero siento un nudo en el pecho.
Hace tiempo que sospecho que Javier y Candela quieren vender mi piso de dos habitaciones para terminar la casa. Un día, mi hijo soltó: “¡Mamá, viviremos todos juntos bajo el mismo techo!” No pude evitarlo y le pregunté directamente: “¿O sea que tengo que vender mi casa?”.
Se animaron, asintieron, me contaron lo maravilloso que sería vivir todos juntos. Pero miré a Candela y supe que no quiero compartir techo con ella. No me quiere, y yo ya estoy harta de fingir que no lo noto. Sus miradas frías, sus comentarios ácidos… todo habla por sí solo.
Por otro lado, me da pena mi hijo. Se esfuerza tanto, pero a este ritmo la obra tardará otra década. Quiero ayudarle, darle a su hija una casa espaciosa. Pero entonces lancé la pregunta que me atormenta: “¿Y dónde voy a vivir yo?”. Porque no puedo mudarme a su diminuto piso ni a una casa a medio hacer sin comodidades.
Candela, claro, tuvo respuesta al instante: “¡Mamá, la casita del pueblo será perfecta para ti!”. Sí, tenemos una pequeña casa rural cerca de Málaga. Pero es una construcción vieja sin calefacción, hecha para veranos, no para vivir. En julio es agradable: flores, aire fresco, un par de días de descanso. ¿Pero en invierno? Cortar leña, encender la chimenea, lavarme con un barreño, salir al baño exterior con frío… Mi salud ya no es la de antes, no aguantaría.
“¡Pues en los pueblos la gente vive así!”, soltó Candela con un deje burlón. Sí, viven, ¡pero no en condiciones medievales! Allí tienen calefacción, agua corriente, baños decentes. Su casita es poco más que un cobertizo con techo. Pero el dinero hace falta, y noto cómo me empujan a sacrificarme.
Últimamente visito más a mi vecino, Emilio. Está solo, como yo. Tomamos café, hablamos de la vida, a veces le llevo magdalenas caseras. Hace unos días, sin querer, escuché a Candela hablar por teléfono con su madre. Dijo que podían “recolocarme con Emilio” y vender mi piso.
Me quedé helada. ¿Qué más podía esperar de ella? Siempre supe que en su “gran casa” no habría sitio para mí. ¿Pero planear así, tan descaradamente, echarme? El corazón se me encoge. Pienso en mi hijo… quizá debería ayudarle. Al fin y al cabo, es mi niño, quiero que lo logre. Pero el miedo no me abandona: ¿acabaré en la vejez sin un techo, sin mi rincón, abandonada bajo un puente?







