—¡Otra vez derrochando!
Lucía suspiró. Casi todas sus conversaciones con David comenzaban así últimamente, cada vez que ella mostraba alguna compra reciente. En los últimos días, había dejado de presumir ante él cualquier novedad: un jersey, unos zapatos o un bolso. Pero él, claro, siempre notaba las adquisiciones en su armario. Y estallaba.
Aunque, objetivamente, no había motivo para reproches. Ambos ganaban lo mismo y contribuían por igual al presupuesto familiar. David no podía afirmar que la mantuviera ni que gastara más en los gastos comunes. Sin embargo, cada compra personal de Lucía lo irritaba inexplicablemente.
Ella no entendía el porqué. No tenían deudas: pagaban sin problemas la hipoteca, disfrutaban de vacaciones veraniegas y, tras cubrir los gastos mensuales, sobraba dinero para pequeños caprichos. Pero a David le había invadido una avaricia repentina. Lucía se preguntaba la razón. Se conocían desde la universidad, donde surgió un cariño que se transformó en amor. Se casaron al graduarse y llevaban cinco años de matrimonio feliz… hasta ahora.
David trabajaba en un bufete de derecho civil, con perspectivas de ascender a socio. Lucía era contable en una agencia inmobiliaria. Sus horarios les impedían plantearse ser padres, aunque ambos tenían veintinueve años. Los progenitores no cesaban de recordárselo:
—Lucía, no esperes más —insistía Carmen, su madre, una mujer delgada y enérgica—. A tu edad, los riesgos aumentan.
—Tú me tuviste a los treinta y tres —replicaba Lucía, señalando que no tenía ninguna enfermedad congénita.
—Tuve suerte —contestaba Carmen, cruzándose—. ¡El destino es caprichoso!
Los padres de David tampoco callaban:
—Tenéis casa, coche, trabajo… —arengaba su padre, Antonio—. ¡Que Lucía deje el trabajo y os deis prisa!
—¡Las mujeres valen para mucho! —terciaba su madre, María, sin disimular su impaciencia—. Pero, hijo, ¡queremos nietos!
Los jóvenes ignoraban las presiones, pero los padres intensificaron su estrategia. Carmen abandonó el senderismo y empezó a quejarse de fatiga en cada visita, aunque Lucía notaba su vigor al devorar empanadas y potajes. David, al escuchar las quejas de su esposa, se burlaba:
—¿Te dice que se muere sin nietos? Ignórala. Ya decidimos esperar un año más, ¿no?
Así era: Lucía quería acumular experiencia laboral antes de ser madre. Pero todo se complicó cuando David comenzó a criticar sus gastos.
Ella revisó sus movimientos bancarios en el móvil. Los gráficos confirmaban que no gastaba más. ¿Problemas en su trabajo? Él lo negó durante una charla en el sofá, tras el café del domingo:
—Es mi madre —confesó al fin, incómodo—. Insiste en que ahorremos para el bebé…
—¿Cuenta *mi* dinero? —Lucía rio, comprendiendo la manipulación—. ¡Qué astuta! ¿Y si les contamos nuestros planes? Así dejarán de presionar.
David asintió. Al día siguiente, invitaron a los padres a merendar. Lucía horneó polvorones, los favoritos de sus suegros. Entre sorbos de café, explicaron su decisión: un año más de trabajo, luego el embarazo.
Carmen y María protestaron, pero Antonio, mirando al suelo, musitó:
—Bueno… al menos hay un plan.
Aunque las quejas continuaron, la tensión menguó. Y esa noche, mientras David besaba la sien de Lucía, ella sonrió. La transparencia, al fin, les había devuelto la paz.