«No abandones al anciano: la historia de un padre despojado que aún anhela el perdón»

«No abandones al viejo»: la historia de un padre que lo perdió todo y aún así esperaba el perdón

Andrés llegó a casa de su madre sin avisar.
—¡Hijo, hola! ¿Por qué no llamaste antes? —se sorprendió Teresa al verlo en la puerta.
—Estaba por la zona y pensé en pasarme a saludar —respondió él, encogiéndose de hombros.
—Pasa, al menos te ofreceré un café —lo invitó su madre.

Entró en la cocina y se sentó a la mesa. Había algo inquieto en su mirada.
—Andrés, ¿te pasa algo? —preguntó Teresa con preocupación.
—Mamá, mi padre me ha mandado un mensaje… —susurró él, entregándole el móvil.
La mujer miró la pantalla, leyó y sintió cómo el frío le recorría el cuerpo.

«Hijo, tenemos que hablar. Ven a mi casa el sábado. Trae a tus hermanos. Es sobre la herencia. Tu padre.»

Hace años, Teresa llegó al trabajo llorando. Sus compañeras no entendían qué ocurría, pero ella, secándose las lágrimas, dijo:
—Mi marido nos ha cambiado a mí y a nuestros hijos por una mujer más joven.

—¡Pero si llevabais tantos años juntos! ¿Quién lo habría imaginado…?
—Yo no, desde luego. Me dijo que hacía tiempo que ya no me veía como mujer. Solo como una compañera de piso, la madre de sus hijos. No como su esposa. No como su amor. Le pedí la separación.

—¿Tal vez lo sobreprotegías? A los hombres no les gusta eso…
—¡Ni mucho menos! No tenía tiempo para él, con los niños y el trabajo. Era un hombre adulto. Simplemente… era su naturaleza. Siempre le gustó mirar a otros lados. Cuando no tenía dinero, volvía. Pero en cuanto encontró un buen trabajo, recordó que le faltaba pasión.

Tras el divorcio, se marchó con una compañera más joven. Hubo romance, nueva vida y dinero. Pero después… como en un culebrón barato. El trabajo se vino abajo, el dinero escaseó y su «amor» pronto lo reemplazó.

—Hemos tirado tus cosas a la calle —le espetó el nuevo novio de Lucía—. Si llegas a tiempo, recógelas.

Sergio, destrozado y humillado, regresó al pequeño piso de su madre. Allí se quedó. Sin familia, sin propiedades, solo le quedaba la amargura. Intentó rehacer su vida, pero las mujeres que conocía no le gustaban a su madre. Ella se volvió gruñona, celosa, y no aceptaba a ninguna. Así que se quedó solo.

Mientras, sus hijos crecieron. El mayor, Andrés, serio y responsable. Trabajaba en la construcción, se casó y tuvo hijos. El mediano, Miguel, alegre y bondadoso, estudiaba Medicina y se casó con una compañera de clase. El pequeño, Pablo, soltero pero optimista, decía: «A mí solo tampoco me va mal».

Y ahora, el padre reaparecía. Los llamaba. Los hermanos, a regañadientes, fueron. Lo que vieron en su piso los dejó helados: suciedad, humedad, y él, pálido y encorvado, como si los años y el orgullo se le hubieran caído.
—Pasad. Sentaos —dijo con voz ronca—. No tengo nada que ofreceros, solo palabras. Vuestra madre murió. Estoy solo. Me di cuenta de que no le importo a nadie. Pero vosotros sois mis hijos. Mis herederos. Este piso es mío. No me dejéis solo, y cuando yo falte, será vuestro. A partes iguales. O como decidáis…

Los hermanos se miraron. Decir que se conmovieron no era suficiente. Conmovidos, le prometieron pensarlo. Esa noche, se reunieron en casa de su madre y se lo contaron. Entonces empezó todo.

—¿Me cederíais vuestras partes? —habló primero Andrés—. Tengo familia, hijos, lo necesito más.

—Espera —frunció el ceño Miguel—. Mi mujer y yo también queremos un hijo. El alquiler nos ahoga. Vendería mi parte para la entrada de una hipoteca.

—¿Y yo qué? ¿Como no tengo familia no merezco nada? —se indignó Pablo—. Mi parte es mía. La vendo o la gasto. ¡Es mi derecho!

Las voces subían. Teresa, sentada a su lado, no podía creer cómo sus hijos, antes tan unidos, se peleaban por un piso prometido.

—¡Basta! —gritó—. ¿Qué estáis haciendo? ¡Ni siquiera tenéis el piso y ya os peleáis!

—Mamá, perdón… —se rindió Andrés primero—. No quería molestarte.
—Está bien —refunfuñó Miguel—. Nos las arreglaremos solos.
—No soy egoísta, no quiero vuestra parte —añadió Pablo—. Solo me dolió sentirme excluido.

Y entonces, su madre habló:

—Pues así será. Venderé mi piso por uno más pequeño y el dinero lo repartiré entre vosotros. Para que nadie se sienta menos.

—¡Mamá! —gritaron al unísono—. ¡No hace falta! Sabemos lo que te gusta este hogar. Nos arreglaremos.

Teresa lloró. No de tristeza, sino de felicidad. Sus tres hijos eran diferentes, pero su corazón era el mismo. Por él había luchado toda su vida.

Y esa lucha, al fin, le trajo paz.

Rate article
MagistrUm
«No abandones al anciano: la historia de un padre despojado que aún anhela el perdón»