Mujeres en Conflicto: Entre la Madre y la Suegra

**Madre, suegra y yo al límite**

—¿Y estás segura de que no le hará daño al bebé si comes remolacha? —preguntó la suegra, removiendo el cocido.

—Mamá, ya lleva tres días haciendo este cocido —suspiró Javier. ¿Puedo terminarlo e irme a trabajar?

—¡Este cocido es medicinal! —levantó la cuchara la suegra—. ¡Y tu madre echa la sal como si fuera pólvora! Eso sí que es malo para el niño.

—Perdona, yo crié a tres —contestó tranquilamente Isabel, la madre de Lucía, sacando una olla de la nevera—. Y todos están vivos. Además, este cocido tiene garbanzos. ¡Proteína!

—¡Suegra, los garbanzos son pesados! ¡No estamos en un pueblo!

—¡Y aquí no es un hospital! —replicó Isabel.

Lucía, sentada en el taburete de la cocina, abrazaba su vientre y soñaba con que alguien apagara el sonido. El embarazo iba por el séptimo mes, y antes pensaba que lo peor serían las náuseas. Ahora sabía que lo difícil era mantener la cordura entre dos mujeres que solo querían “lo mejor”.

La suegra se mudó en cuanto supo del embarazo. “¡Mi primer nieto! Ustedes tienen poco espacio, y yo vendré a ayudar”. La madre de Lucía llegó una semana después: “Eres mi única hija, dejaré todo y estaré contigo”. Así, tres mujeres compartían un piso de dos habitaciones.

—Estoy embarazada, no enferma —le susurró Lucía a su marido por la noche.

—Lo sé. Aguanta un poco. Mi madre se irá después del parto.

—¿Y la mía?

—La tuya… quizá también. O a lo mejor se hacen amigas.

No se hicieron amigas. Empezaron a competir.

Primero, en la limpieza. Por la mañana, Isabel fregaba el suelo; al mediodía, la suegra lo volvía a hacer “por las corrientes, el polvo, las infecciones”. Luego, con las compras. Los bodis del bebé aparecieron en tres tallas: 56, 62 y 74. Todos rosas, aunque nadie sabía el sexo.

Pero el campo de batalla principal fue el sillón de lactancia.

—¡Yo lo elegí! —declaró la suegra.

—¡Pero yo lo compré! —replicó Isabel.

—¡Yo fui la primera en mencionarlo!

—¡Y yo la primera en pagarlo!

—Se quedará en mi habitación —sentenció la suegra.

—¿Cómo? —se indignó Isabel—. Lucía lo usará para amamantar. Que esté en su cuarto.

—La verdad es que pensaba dormir ahí con el bebé —intervino Lucía en voz baja.

—¡No hace falta! ¡Estarás agotada! Que el niño duerma conmigo —exclamó la suegra.

—¡O conmigo! —no cedía Isabel.

—¿Y yo, perdón, dónde quedo? —estalló Javier—. ¡Soy el padre, por cierto!

—Tú duerme en el sofá de la cocina —corearon ambas.

Al día siguiente, el sillón desapareció. No estaba en la habitación de Lucía, ni en la de la suegra, ni en la de Isabel.

—¿Dónde está el sillón? —preguntó Lucía.

—Se mudó —contestó la suegra.

—Lo escondieron —bufó Isabel.

La guerra llegó a su punto álgido. En la cocina ya no se cocinaba, sino que reinaba un frío silencio. Javier se quedaba hasta tarde en el trabajo. Lucía comía yogures en el baño.

—No aguanto más —dijo esa noche—. Es mi hijo. Mi cuerpo. Mi vida. No pedí estas “ayudas”.

—Bueno… quieren lo mejor —titubeó Javier.

—Quieren controlar. Y tú callas. Por costumbre. Yo no.

Aquella noche, Lucía durmió mal. Por la mañana, sin desayunar, buscó anuncios. Al mediodía, volvió con unas llaves.

—¿Qué es esto? —preguntó Javier.

—Alquilamos un piso. De dos habitaciones. Con luz. Ya firmé el contrato.

—Lucía…

—No me voy de ti. Me voy conmigo. Si quieres, ven. Si no, nos vemos en el hospital.

Él calló.

Media hora después, Lucía salió con una maleta. Abajo, junto al portal, estaba el sillón. Con una manta tejida y un cojín de gatitos. Sonrió. Luego llamó a una organización benéfica. En dos horas, el sillón ya no estaba.

El piso nuevo olía a pintura fresca. Lucía deshizo las maletas, ordenó los botes de crema y preparó un té de menta. Puso música. Y por primera vez en mucho tiempo, se tumbó en el sofá.

Tres días después, Javier llegó con una mochila.

—Allí es insoportable. No se hablan. La cena es como un funeral.

—¿Y aquí?

—Aquí se puede respirar. Lo he entendido. No solo eres madre. Eres una persona.

El niño nació en agosto. Por la noche. Sin sillón de lactancia, pero con amor. La suegra e Isabel venían por turnos. Según un horario. Con cocidos, pero en tuppers.

—Lo hemos entendido —dijo la suegra—. El sillón no era la solución.

—Lo importante es no crispar los nervios —suspiró Isabel.

Y Lucía, con su hijo en brazos, pensó: puede haber mil cocidos. Pero en la vida solo hay un lugar. Y ese es el suyo.

Dos semanas después del parto, Lucía se puso unos vaqueros. Algo más holgados que antes, pero al menos no eran pijama ni bata.

—Creo que vuelvo a ser yo —dijo, mirando a Javier, quien en ese momento daba el biberón al niño con naturalidad.

—Siempre lo has sido. Hasta en bata.

—Gracias. Tú tampoco estás mal, aunque con la camiseta manchada de puré.

Se rieron. De verdad. Como no lo habían hecho en aquel piso de tres cocidos.

La vida empezó a encarrilarse. Por la mañana, la toma, luego siesta, después paseo. A mediodía, una ducha, un café y, con suerte, treinta minutos para ella. Javier cogió vacaciones, y fue un salvavidas.

—Mira, papá, ya sé cambiarle, mecerle, incluso cantarle con *El Rey León*. ¿Eso también cuenta, no? —preguntó, orgulloso.

—Claro que cuenta. Eres el mejor.

Pero llegó el día que tanto temía.

—Lucía, queremos ver al niño. Yo el viernes, tu madre el sábado. Lo hemos hablado.

Ella respiró hondo. Sintió ese mismo frío de cuando decían “aquí no se hace así”.

—Una hora cada una. Sin comida, sin cocido. Solo el niño. Sin críticas. ¿De acuerdo?

Al otro lado del teléfono, hubo silencio.

—De acuerdo —dijo primero la suegra.

El viernes, Lucía abrió la puerta. Carmen, la suegra, llevaba un ramo, una sonrisa contenida y… las manos vacías.

—Sin cocido. Palabra. ¿Puedo lavarme las manos?

—Claro.

Se sentó junto a la ventana. En silencio. Miró al bebé. Solo dijo una vez:

—Se parece a Javier. Pero la nariz es la tuya. Bien que se juntaron.

Lucía le sirvió té.

—Gracias. Lucía… he entendido que ser madre no es repetir, sino soltar. Quise que vivieras como yo. Y tú lo haces a tu manera. Y te sale bien. Estoy orgullosa. Y agradecida.

Una lágrima resbaló, pero Carmen la secó rápido, como si nada.

Al día siguiente, Isabel llegóAl salir del parque, con el niño corriendo adelante y las dos abuelas riendo juntas, Lucía tomó la mano de Javier y supo que, al fin, habían encontrado el equilibrio perfecto, no entre batallas, sino entre besos y risas compartidas.

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