Mi hijo y su esposa decidieron vender la casa de campo que les regalé, rompiéndome el corazón.

Hoy mi corazón está roto. Mi hijo Diego y su esposa Claudia han decidido vender la casa de campo que les regalé, como si fuese un trasto viejo.

Cuando Diego me anunció que iba a casarse, la alegría me llenó el pecho. Hacía tres años que había perdido a mi marido, y la soledad pesaba como una losa. Vivo en un pueblo pequeño cerca de Sierra Nevada, y soñaba con tener una buena relación con mi nuera, ayudar a criar a mis nietos, volver a sentir el calor de una familia. Pero las cosas no salieron como esperaba, y esta decisión suya ha sido la gota que ha colmado el vaso.

Con Claudia nunca hubo buena sintonía, aunque procuré no entrometerme. Su piso siempre estaba hecho un desastre —rara vez limpiaba—, pero me mordía la lengua para evitar conflictos. Lo que más me dolía era que apenas cocinaba. Diego vivía a base de precocinados o comidas carísimas en restaurantes. Yo veía cómo mi hijo se dejaba el sueldo en mantenerlos, mientras Claudia malgastaba lo suyo en peluquerías y ropa. Pero callaba, por no crear problemas.

Para ayudarle, le invitaba a casa después del trabajo. Le preparaba platos de cuchara —cocidos, tortillas, empanadas—, esperando que notara el cariño de un hogar. Una vez, antes del cumpleaños de Claudia, le ofrecí ayudarla con la comida. «No hace falta», me cortó. «Hemos reservado en un restaurante. No quiero pasarme el día entre fogones, hecha un trapo». Sus palabras me escocieron. «En mis tiempos, lo hacíamos todo nosotras», repliqué. «¡Y eso cuesta un ojo de la cara!». Claudia se encendió: «No se meta en nuestros gastos. No le pedimos un duro, nos lo ganamos». Me callé, pero su soberbia me dolió.

Pasaron los años. Claudia tuvo dos hijos, mis adorados nietos, Lucía y Pablo. Pero su educación me horrorizaba. Eran unos mimados, consentidos en todo. Se acostaban a altas horas pegados a móviles y tabletas, sin saber lo que es el orden. No me atrevía a decir nada, por no alejar a mi hijo. El silencio fue mi escudo, pero también me consumió.

Hace poco, Diego me soltó la noticia que aún me deja sin aliento: quieren vender la casa de campo que les regalé el año pasado. Esa finca, entre pinos junto al río, era el corazón de nuestra familia. A mi difunto marido, Javier, le encantaba. Pasábamos allí todos los veranos, cuidando el huerto, el jardín con sus almendros y limoneros. Tras su muerte, seguí yendo unos años, pero ya no podía con el trabajo. Con el alma en vilo, se la di a Diego, confiando en que irían en familia, que los niños respirarían aire puro, nadarían en el río.

Pero a Claudia no le gustó. «El baño fuera, acarrear agua del pozo… Eso no es descansar», dijo. «Prefiero ir a la playa». Diego la apoyó: «Mamá, ¿qué descanso? No nos interesa. La vendemos y nos vamos a algún sitio con más comodidades». Me ahogaba la rabia. «¿Y los recuerdos de tu padre?», le espeté. «¡Pensé que la cuidaríais!». Pero mi hijo solo encogió los hombros: «No es lo nuestro».

Me duele. Esa casa no son solo cuatro paredes. Es el eco de risas, de sueños de Javier, que quería que nuestros nietos la amaran como él. Ahodo a van a venderla por unos días de lujo. Me siento traicionada —por mi hijo y por mi propia ingenuidad. Callé años por mantener la paz, pero ahora sé: mi silencio les hizo olvidar lo que importa. Y esta herida, me temo, nunca cerrará.

**Lección aprendida:** A veces, guardar silencio no evita el dolor, solo lo aplaza. Hay amores que deben defenderse en voz alta, antes de que sea demasiado tarde.

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Mi hijo y su esposa decidieron vender la casa de campo que les regalé, rompiéndome el corazón.