Mi hija siempre llega a casa a la 1:00 AM del instituto—y su sombra no la acompaña

Diario, 25 de octubre

Hoy vuelvo a escribir porque la vida en mi casa de la calle Serrano, Madrid, ha dejado de ser lo que era. Todo empezó con una ausencia que nunca supe reconocer.

Una sombra.
La sombra de mi hija.
No estaba.
Y no ha vuelto a aparecer desde entonces.

Se llama Aitana. Tiene doce años, le fascinan las naranjas, las ecuaciones y los bailes que copia de TikTok frente al espejo roto del baño. Durante sus primeros doce años, Aitana era energía pura: trenzas desordenadas, calcetines manchados y una canción desafinada siempre en los labios.

Hasta hace tres semanas. Entonces comenzó a llegar a casa a la una de la madrugada.

La primera noche casi pierdo el sentido cuando la puerta principal crujió tan tarde. Yo, agotado de la jornada, me había quedado dormido en el sofá esperando que terminara sus actividades extraescolares. Se suponía que debía volver antes de las ocho de la tarde. Cuando pasaron las diez llamé al colegio, a sus amigas, a la profesora particular; nadie la había visto.

Y a la una de la madrugada, la puerta se abrió.

Tranquila. Demasiado tranquila.

Me levanté de un salto.
—¡Aitana! ¿Dónde estabas? Yo —
Pero ella alzó la mano despacio y respondió:
—No te preocupes, llegué bien.

Eso fue todo. Sin lágrimas, sin disculpas, sin miedo. Fue directo a su habitación y cerró con llave.

Me quedé mirando el suelo un buen rato. Algo se sentía… raro. El aire que trajo consigo estaba helado, como sacado de un congelador. Las luces del pasillo parpadearon una vez y se estabilizaron. Pensé que estaba pensando demasiado. A veces los adolescentes son un misterio, ¿verdad?

La noche siguiente se repitió. Llegó a la una y entró como si viviera en otro huso horario, sin explicación alguna. Las mismas palabras, el mismo tono.

Pero esta vez lo noté. Pasó junto a la lámpara del comedor… y su sombra no lo hizo. Simplemente no estaba. Ni contorno, ni forma, nada.

Encendí todas las luces y la obligué a pararse bajo ellas. La luz iluminaba su rostro, pero el suelo detrás de ella seguía vacío. Ella se dio cuenta de que la miraba.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó.
Yo parpadeé. —Nada. Sólo estoy cansado. —
Asintió y se alejó. La vi marchar y, a cada paso, su cuerpo se movía… pero ninguna sombra la seguía.

Al día siguiente llamé al colegio y pregunté por qué la dejaban salir tan tarde. La mujer al teléfono titubeó y dijo:
—Señor, su hija no ha asistido a clase desde el último examen parcial, hace más de tres semanas. Le enviamos varias notas, pero nunca respondió.

El corazón se me detuvo. —Ella sale cada mañana, con su uniforme, lleva su botella de agua —murmuré.

Fui al refrigerador; su botella seguía allí, intacta, exactamente como la dejé el día del examen.

Esa noche no dormí. Apagué todas las luces, me senté junto a la ventana del salón y esperé.

Exactamente a la una, la verja del patio se abrió sola. Y ella entró. Aitana, pero no Aitana.

Por fuera parecía idéntica, pero sus ojos ya no parpadeaban con la misma ligereza. Su respiración tenía un ritmo extraño. Me miró y ladeó la cabeza.

—¿Por qué estás despierta, mamá? —preguntó.
Fingí una sonrisa. —Te estaba esperando. —
Y entonces, sin pensarlo, dije:
—¿Dónde está tu sombra?

Ella sonrió, pero no con la boca, sino con algo más frío.
—Se quedó atrás. —

Al pasar junto al espejo de la pared, algo más alto que ella apareció por un instante: una figura con ojos desmesurados y una sonrisa demasiado estrecha. Aparté la cara, el corazón golpeaba con fuerza y las manos temblaban.

Ahora está en su cuarto, durmiendo en su cama, respirando, silenciosa. Pero su sombra… ¿su verdadera sombra? Creo que sigue fuera, aguardando para entrar.

Episodio 2: Lo que se arrastra bajo la puerta

Desde que “Aitana” volvió, la casa ya no respira igual.

Durante el día todo parece normal: se levanta, se sienta a desayunar, pero no come, revuelve el cereal. Hoy en día hojea sus cuadernos, a veces tararea cantos que nunca había escuchado, letras que no existen en ningún idioma que conozcamos. Por la tarde desaparece sin decir adónde va.

La puerta se abre y se cierra sola a las seis y cuarenta y cinco, ni un minuto antes ni un segundo después. Yo me quedo allí, a oscuras, con una pregunta cada vez más insistente: ¿Esa cosa es realmente mi hija?

He notado pequeñas cosas. Las paredes, al parecer, respiran cuando ella está en casa; las grietas del techo se expanden levemente, como si su presencia las estirara. Las plantas que cuidaba desde hace años se marchitan solo en su habitación, como si algo invisible las tocara cada noche.

Una madrugada la madrugada, me desperté por sed y pasé por su puerta, entreabierta. Dentro no dormía; estaba sentada al borde de la cama, de espaldas, tarareando esa canción sin idioma, peinando el pelo de una muñeca sin ojos.

En la pared, justo detrás de ella, vi una sombra, pero no la suya. Era más alta, más delgada, se movía antes que ella, como si la guiara.

Corrí a mi cuarto, cerré la puerta, la bloqueé con una silla y recé, aunque la oración se perdió en el silencio de una casa que ya no escuchaba a Dios.

Al día siguiente comparé la foto más reciente de Aitana con una de hace un mes. Sus ojos habían cambiado: antes eran marrón claro, ahora un tono gris verdoso, como agua estancada. Las pupilas ya no eran redondas, sino verticales, como de gato o de serpiente.

Esa noche dejé harina en el pasillo como trampa. A la una, escuché la puerta abrirse, pasos suaves, y una pausa. Fingí dormir, pero mantuve un ojo entreabierto.

Aitana estaba en el umbral de mi cuarto, inmóvil, y bajo sus pies vi marcas finas arrastradas, como garras largas rozando el suelo, y una línea curva, larga, como una cola que se deslizaba detrás de ella.

Esta mañana encontré una nota bajo la almohada. No estaba escrita a mano; parecía quemada en el papel. Decía:

—Mamá, estoy atrapada. No soy yo. No la dejes entrar mañana.

Ahora tengo miedo, porque son las cincuenta y nueve minutos de la medianoche cuando la verja del patio empieza a abrirse sola.

Episodio 3: La voz detrás de la puerta

A la una, la manecilla del reloj dio su clic familiar y la puerta principal se abrió sola. Yo estaba en el salón, con la nota todavía en la mano, el corazón golpeando como si quisiera salir corriendo.

No me acerqué. Me escondí tras la cortina, con el móvil en silencio y las luces apagadas. Escuché los pasos: uno, dos, tres. No eran los pasos ligeros de una adolescente, sino pesados, como si llevara algo encima o como si no fuera del todo humana.

Luego escuché una voz:

—Mamá… ya llegué.

Pero no era su voz del todo. Era grave, con un eco extraño, como dos bocas hablando al mismo tiempo: una más aguda, intentando sonar como Aitana; la otra arrastrando sílabas como garras sobre vidrio.

El pomo de la puerta giró. Yo no respiraba. No entró todavía, solo apoyó la frente en la puerta y empezó a llorar. Las lágrimas no eran húmedas, eran secas, quebradizas, como si algo dentro de ella se estuviera desmoronando.

Quise abrir, pero la nota resonó en mi cabeza: “Esta no soy yo. No la dejes entrar mañana.” Entendí que la verdadera Aitana estaba fuera y lo que estaba dentro era otra cosa.

A las tres y treinta y tres de la madrugada, los pasos se alejaron. La puerta volvió a cerrarse y, por fin, el aire volvió a llenar mis pulmones.

Al amanecer entré al cuarto de Aitana. Vacío, pero no del todo. Sobre la cama había una caja envuelta en tela negra con un lazo de cabello humano. Dentro, una muñeca réplica exacta de mí, con una inscripción a cuchillo:

“Tú serás la próxima.”

Episodio 4: El espejo que no refleja

El día siguiente fue irreal. Aitana no volvió al colegio, ni respondió a sus amigas; su móvil seguía apagado. La muñeca seguía allí, con mis ojos, mi ropa, mi expresión de terror congelada en tela. Intenté quemarla; solo olió a carne quemada.

A las doce cincuenta y cinco de la noche, puse un espejo frente a la puerta principal, no por superstición sino por desesperación. Quería ver qué era lo que entraba cada noche.

A la una, la cerradura giró. Yo, en la oscuridad, sentada en el pasillo conteniendo el aliento, vi cómo la puerta se abría lentamente. Una figura entró: era Aitana, con chaqueta azul, mochila al hombro, pelo recogido, piel pálida.

—Hola, mamá —dijo, como siempre.

Miró el espejo y no se reflejó nada.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el espejo con una sonrisa helada.


—Nada, cariño —respondí, con la voz quebrada—. ¿Cómo estuvo el colegio?

—Muy bien —contestó—. Hoy aprendimos fotosíntesis.

Yo sabía que esa clase había sido hace dos semanas. Aquel reflejo no proyectó sombra, ni imagen, ni presencia. Solo una corriente de aire gélido me rozó los pies.

Dormí con la puerta cerrada, la muñeca enterrada en el jardín. A las tres, escuché risas que no provenían del pasillo sino del armario. Al abrir, la muñeca estaba allí, sonriendo, con en la mano un mechón de mi cabello.

Al día siguiente llevé la muñeca a la iglesia. El cura ni siquiera quiso tocarla; solo murmuró: “Parásita.” Me explicó que existen entidades que imitan, que observan, aprenden e infiltran. A veces necesitan una invitación, otras basta con que les creas. Yo ya lo creía.

—¿Dónde está mi hija? —le pregunté.

Él, con lástima, respondió:

—Si su sombra no la sigue… quizá ya no esté en este mundo.

Esa A esa noche instalé cámaras ocultas con visión nocturna, buscando pruebas. Lo que capturaron fue horrendo: mi hija entró por el techo, como una marioneta rota, y una sombra sin forma la seguía, arrastrando garras invisibles sobre las paredes.

—Mamá… deja de mirar —dijo a la cámara, y la pantalla se volvió negra.

Episodio 5: El lugar al que va cuando sale

Desde aquel video no pude dormir. Rompí las cámaras, tiré la muñeca al río, recé con la última fuerza que me quedaba, pero nada sirvió. A la una, Aitana seguía volviendo, más fría, más perfecta, más vacía.

Una mañana revisé su mochila mientras dormía; no había libros, solo tierra negra, húmeda, como de tumba. Dentro, una hoja doblada en cuatro que decía:

—Ella está en la escuela. Yo soy la que vuelve. No preguntes más.

Llamé al colegio.

—Señora, su hija no ha asistido a clases desde hace un mes. —respondió la directora, con voz triste.

—¿Cómo que no? —expliqué, confundido—. La dejo aquí cada noche.

—Aitana murió hace dos meses. Usted vino al funeral, pero… —la directora vaciló.

Corrí a casa, encontré a “Aitana” jugando con una muñeca.

—¿Qué eres? —grité.

No respondió, solo sonrió con unos ojos vacíos que no eran los de mi hija.

Miré el espejo una última vez y comprendí: yo nunca salí. Yo soy la que quedó atrapada, la que ahora observa desde el cristal, inútil e invisible.

La verdadera Aitana está atrapada entre dos mundos, y lo que camina por mi casa no es ella. No la devolverá, a menos que yo la saque.

Episodio 6: El nombre que no debo decir

Busqué en archivos, foros ocultos y en un rincón del internet encontré una palabra, un nombre que supuestamente convoca lo que se esconde tras el espejo. La advertencia decía:

“Una vez lo dices, ella te ve. Dos veces, te oye. Tres… ya estás con ella.”

Lo anoté, lo quemé al instante, pero las letras parecían respirar.

Esa mañana “Aitana” me preparó unos panqueques perfectos, demasiado perfectos.

—¿Te gustaron, mami? —preguntó con esos ojos sin fondo.

Mientras la miraba, supe que sabía que yo lo sabía.

Bajé al sótano, detrás de la caldera, encontré el espejo que habíamos tirado semanas atrás, cubierto con una sábana negra. Lo quité y, en el reflejo, no aparecí yo, sino ella, la real, golpeando del otro lado, gritando sin ser escuchada.

Susurré el nombre una vez: nada. La dije segunda vez: el espejo tembló. Antes de decirlo tercera, me detuve, pensando que quizá no volvería. Pero recordé los dibujos de Aitana, su risa, el miedo en sus ojos.

Lo dije. La tercera vez. Todo se apagó.

Abrí los ojos en un pasillo húmedo y oscuro, al final un aula vacía. Allí estaba Aitana, encadenada a una silla. La abracé.

—¡Mamá! —exclamó—. ¡Estoy aquí!

Detrás de ella el espejo sangraba, y de la sangre emergía una mujer sin rostro, la que me imitó y se llevó a mi hija. Corrimos, ella nos seguía sin pisadas, solo su sombra extendiéndose por las paredes como una mancha viva.

—No mires atrás —le dije—. Pase lo que pase, no mires atrás.

Al llegar a la puerta que nos llevaría al mundo real, Aitana saltó. Yo estaba a punto de cruzar cuando una mano helada me agarró del tobillo y susurró:

—Tú dijiste mi nombre.

Desperté en mi cama. Aitana estaba en la cocina haciendo panqueques. Su sombra la seguía.

—¿Mami? ¿Estás bien? —preguntó.

Asentí, aunque mi voz no era la mía. Fui al baño, me miré al espejo y no vi a nadie.

Episodio 7: Mamá ya no vive aquí

La casa huele a desayuno, a panqueques recién hechos, a normalidad. Pero yo ya no soy yo. Aitana me mira con amor, como si todo estuviera bien, como si no recordara el pasillo oscuro, la mujer sin rostro, como si nunca hubiese estado atrapada detrás del espejo.

—¿Te sientes mejor, mami? —me dice.

—Sí… —mentí, pero mi voz sonaba hueca, como un pozo.

Intenté tocar mi cara; mis dedos pasaban a través del reflejo del espejo, y mi sombra ya no se movía con mi cuerpo, estaba quieta, mirándome, esperando.

Esa noche me acosté junto a Aitana y la abracé con más fuerza que nunca. Ella temblaba.

—¿Mami? —susurró—. Tú no eres mi mamá.Acepté entonces que mi reflejo era la única prueba de que, aunque el cuerpo de mi hija volvía a mi lado, la verdadera madre había quedado atrapada para siempre tras el cristal.

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Mi hija siempre llega a casa a la 1:00 AM del instituto—y su sombra no la acompaña