Estaba en el salón, con las manos apretadas contra el pecho, cuando Cristina, mi única hija, entró en el piso con su prometido. Su rostro reflejaba tensión, una máscara de decepción y resentimiento. Creía conocer cada expresión suya, pero esa noche, en su mirada, vi algo ajeno. Como si ya no fuera mi hija, sino una extraña con voz fría y resuelta.
—Mamá, tienes que entender —comenzó ella, temblando no por debilidad, sino por rabia—. Es el día más importante de mi vida. ¿Cómo puedes negarme esto?
Guardé silencio. Sentí un nudo en el corazón, como si algo se rompiera dentro de mí. Quería ayudarla… pero no podía.
—Cristina, hija mía… —logré decir—. Sabes lo difícil que es. Apenas llego a fin de mes. Mi pensión es una miseria. No puedo costearlo.
Ella estalló al instante.
—¿No puedes? ¿Y mis ahorros? ¿El dinero que deberías haber guardado desde que era pequeña? ¿Alguna vez pensaste en el futuro?
Cristina y su novio, Antonio, soñaban con una boda lujosa. Un restaurante en el centro de Madrid, un menú para cien invitados, un vestido de mil euros, música en vivo, cámaras, fotos… Una fiesta de ensueño. Pero no era el mío. Ni estaba a mi alcance.
—Cristina… Trabajé toda mi vida por ti. Cuando tu padre murió, solo tenías diez años. Te crié sola, sin ayuda, sin descanso. Renuncié a todo, incluso a mí misma.
—Y ahora me fallas. Justo ahora, cuando más te necesito —respondió ella con frialdad—. Gracias, mamá. Lo entendí todo.
Después de esa conversación, no volvió a llamar. Le escribí, le telefoneé… Silencio. O, en el mejor de los casos, mensajes secos, sin puntuación, sin alma.
Llegó el día de la boda. No fui invitada. Me enteré por una vecina que me mostró las fotos en redes sociales. Vestido hermoso, globos dorados, risas y gente feliz. Yo… estaba en casa. Sola. Con una bata vieja y una taza de té frío.
Miré esas imágenes con el corazón destrozado. No por envidia, sino por dolor. Porque, después de darle mi vida, fui borrada de la suya. Todo por una frase: “Lo siento, no puedo”.
Recordé las noches en vela cuando enfermaba. Las horas extra para comprarle una mochila nueva. Los ahorros para sus clases de inglés. Las veces que renuncié a mis medicinas para pagar sus entradas al teatro. Y ahora… ya no me necesitaba. Una madre que no pudo pagar un vestido dejó de ser madre.
Antonio también desapareció. Ni una llamada, ni un gesto. Como si fuera una mancha en su vida perfecta.
Pasó un año. Sigo sola. A veces los veo por la ciudad, a Cristina y a su marido, radiantes de felicidad. Quisiera acercarme, decirle: “Te quiero, estoy aquí, siempre”. Pero temo su mirada. Porque una vez ya me destrozó. Porque no sé si sobreviviría a eso otra vez.
Sé que el dinero no lo es todo. Pero, para ella, al parecer, fue lo único que importó. Y aún no entiendo: ¿por qué un “no” borró veinticinco años de “sí”?
Me dicen: “Ya recapacitará”. ¿Y si no lo hace? ¿Y si cree siempre que la abandoné cuando más me necesitó?
No sé cuánto me queda. Pero sé una cosa: jamás dejaré de quererla. Aunque ella ya no quiera ser mi hija. Aunque me haya dado la espalda.
Sin embargo, en el silencio de la noche, mirando al techo, una pregunta me atormenta: ¿el amor de una madre es siempre un regalo? ¿O puede llegar a ahogarse bajo la indiferencia?
La vida enseña que el verdadero valor no está en lo material, sino en quienes permanecen cuando no hay nada que ofrecerles.







