Con Natacha estuvimos casados diez años. Trabajábamos juntos en el mismo laboratorio, así que pasábamos mucho tiempo lado a lado. Cuando me dijo que estaba embarazada, estaba en el séptimo cielo de la felicidad. Yo soñaba tanto con un bebé que ni siquiera podía describir la emoción con palabras.
Pero mi esposa era una auténtica trepa. No soñaba con la maternidad. Natacha solo ansiaba un puesto directivo y vivir entre billetes. Como el embarazo la tenía hecha polvo, tuvo que apartarse de su trabajo. Fue entonces cuando se dio cuenta: ese niño le iba a truncar la carrera.
La niña nació justo en la fecha prevista. Y a mi mujer le vino una depresión posparto de aúpa. Odio nada más ver a la peque. Quería dejarla en el hospital y borrar de su mente hasta que existía. Se puso a gritar por toda la planta que, por culpa de la niña, había perdido un año entero y ahora iba por detrás en el trabajo.
Y como suele pasar, la cosa fue a peor. Cuando me ascendieron, mi esposa se puso como una furia. No se acercaba a la niña ni para darle de mamar. Tuve que contratar a un psicólogo porque sabía que aquello no iba a acabar bien. Los calmantes le hacían efecto, pero poco. Me acusaba de que ella estaba malgastando sus mejores años mientras yo trepaba profesionalmente a su costa. Por si fuera poco, Natacha no paraba de repetir que ese ascenso debería haber sido para ella, no para mí.
Cuando me mandaron a Alemania para abrir una nueva sucursal, le propuse que nos fuéramos los tres. Pero ella dijo que ni hablar. Pidió el divorcio y se largó. Yo me fui al extranjero con mi hija. Poco después se unió mi madre para ayudar con la peque. Natacha volvió a su antiguo trabajo y, hasta hoy, sigue intentando demostrarle a todo el mundo que merece más mi puesto que yo.
Sí, es lista y responsable, pero la familia no va con ella. Un día entenderá que la felicidad no está en el trabajo, pero para entonces será tarde.