CUIDÉ UN VESTIDO DE NOVIA… Y ENCONTRÉ UNA CARTA EN EL FORRO
El día que me probé aquel vestido de novias, sentí una extraña pesadez, como si el aire se hubiera vuelto plomo. No era miedo, ni belleza; era una presión que me abrazaba sin razón. Sin embargo le di la vuelta, pues lo había tomado prestado de una boutique vintage del centro de Madrid. La dueña, Doña Carmen, aseguró que sólo había sido usado una vez, hace veinte años, y que lo había limpiado y conservado como si fuera un relicario. No pensé en eso; sólo celebraba poder permitirme algo que jamás creí barato.
Lo colgué con cuidado en mi armario y, cada noche antes del gran día, lo miraba fijamente, imaginando el pasillo, la música, el hombre que me esperaba. Me sentía enamorada, profunda, tonta, joven. Pero la víspera de la boda, mientras revisaba el vestido en busca de arrugas, sentí un tirón en el forro, cerca del dobladillo. Allí, cosido de forma extraña, había un pequeño bulto plano. Curiosa, lo abro con una aguja y descubro una nota vieja, sin color, pero con tinta todavía visible:
«Si lees esto, por favor, no te cases con él. Te lo ruego. Es peligroso. Me escapé por culpa de los goles. — M.»
El vestido cayó de mis manos, literalmente, y mi corazón se aceleró. Al dar la vuelta a la nota, apareció otra frase:
«SI TE DIO ESTE VESTIDO ES PORQUE YA LO HA HECHO ANTES.»
Yo lo compré en una tienda, ¿verdad? ¿O él me indicó el lugar? La memoria se volvió borrosa. Busqué la tienda online, pero no había sitio web. Revisé la dirección y ni siquiera existía en Google Maps. Conduje hasta allí esa noche; mi boda era mañana y necesitaba respuestas. Llegué a la puerta, pero la boutique estaba cerrada, con ventanas vacías y polvo acumulado. No había rastro de la anciana ni de que la tienda hubiese estado abierta.
Llamé al vecino de al lado. Un joven de ojos soñolientos abrió la puerta.
—Hola… ¿conoce la boutique que había aquí? —pregunté.
—¿Boutique? —frunció el ceño—. Esa tienda lleva cerrada casi veinte años.
Yo, paralizada, replicé:
—Pero yo compré un vestido allí hace unos días.
Él me miró de arriba abajo y susurró:
—Eres la tercera mujer que me hace esa pregunta en cinco años.
Su sangre se heló. Me preguntó por los demás: una canceló su boda y desapareció, otra siguió adelante y la última se esfumó en su luna de miel. Regresé al coche, quedando en silencio veinte minutos, y llamé a Álvaro, mi prometido, sin mencionar la nota, la tienda, ni el vecino. Sólo le pregunté:
—¿Dónde estabas antes de conocerme?
Él vaciló y respondió: —¿Por qué me lo preguntas ahora?
Supe entonces que la nota no era casualidad; el vestido tampoco.
Al día siguiente, desperté sin paz, como si el aire contuviera la respiración. Sentada en la cama, el pelo enredado, sentí el eco de la nota que reposaba sobre la mesita de noche, aplastada y arrugada:
«SI TE DIO ESTE VESTIDO, LO YA HA HECHO ANTES.»
La sostuve como si fuera cristal. No quería creer que Álvaro ocultara secretos tan profundos que pudieran pudrir la seda. El vestido, de nuevo en su caja de marfil, bordado a mano, todavía olía a lavanda y a algo más, quizás a óxido de recuerdos.
Conduje, aún en pijama, al barrio donde había visto la boutique. Una tienda de segunda mano entre una peluquería y una librería, llamada “Segundas Oportunidades”. Empuj
Abrí la puerta, pero no había timbre, ni mostrador, ni percheros. Sólo una habitación vacía, azulejos polvorientos y un espejo roto apoyado al fondo. Un hombre que barría la acera al otro lado levantó la vista.
—¿Busca algo? —preguntó.
—La tienda de ropa… estaba aquí hace dos días.
—Ese sitio lleva cerrado desde 2019 —respondió frunciendo el ceño.
Tragué saliva, sin aliento, y regresé a mi coche. Si la tienda no existía, ¿dónde había conseguido el vestido? ¿Quién dejó la nota dentro? No volví al hotel; fui a casa de mi tía Consuelo, una mujer de ojos cansados pero sabios. Al mostrarle la carta, ella se quedó pensativa y dijo:
—Esto me recuerda a una mujer que conocí hace años, se llamaba Maravillas. también usó un vestido de segunda mano el día de su boda, de una tienda que en realidad no era una tienda. Se casó con el hombre equivocado y el vestido intentó advertirla.
Le pregunté si el vestido estaba maldito; ella no respondió, sólo me pidió a que quemara la nota y no me pusiera el vestido. No lo hice. Esa misma noche, al abrir la caja, encontré otra nota pequeña, cinco palabras:
«Te quedan siete días.»
Mi corazón se detuvo. No estaba casada todavía, pero el tiempo se volvía un enemigo.
Pasaron los días y la segunda nota permanecía sobre mi almohada, como si quisiera que la leyera una y otra vez. La tercera noche, mientras extendía el vestido sobre la cama, descubrí un pequeño bulto cerca del dobladillo. Con unas pequeñas tijeras de uñas hice un corte y entre capas de tela hallé una fotografía descolorida, rota en los bordes. En ella aparecía la mujer que me había entregado el vestido, joven, junto a otra con el mismo vestido, ambas sonriendo. En la parte trasera estaba escrito: «Ella también lo usó. 1997.»
Una búsqueda inversa de la imagen no arrojó resultados, pero el rostro de la segunda mujer me resultó vagamente familiar. Recordé haber visto su nombre en una sección de obituarios: Maravillas, fallecida en 1997 por un “accidente inexplicable”.
Desesperada, llevé la nota a la sastrería de mi amiga Lola, que trabajaba con tejidos antiguos. Ella examinó el forro y descubrió una costura reciente, torpe, que ocultaba una pequeña bolsa de terciopelo negro. Dentro, un anillo de plata con las iniciales «DO». Mis manos temblaron al reconocer las iniciales de Álvaro.
—¿Lo sabes? —pregunté, alzando el anillo.
Álvaro, al abrir la puerta de su piso, se mostró sorprendido.
—No lo reconozco —dijo, mirando el anillo como si fuera un objeto de otro planeta—. No deberías haberlo encontrado.
Su silencio se volvió más frío cuando admitió que el anillo había sido suyo mucho antes, antes de que nos conociéramos. Pregunté por qué lo había cosido al forro de mi vestido. Él se limitó a decir: «Puedo explicarlo, pero no aquí.»
Mientras salía, mi móvil vibró con un mensaje anónimo: «No dejes que te ponga ese anillo.»
Con el corazón en un puño, conduje hasta el puente del Tercer Continente y aparqué. Abrí la bolsa de terciopelo y miré el anillo de nuevo, sintiendo que su brillo era venenoso. Llamé a Lola, que me respondió al segundo timbre:
—Dime que no estás con él.
—Me fui. No podía quedarme —respondí—. No voy a dormir.
Llegué a su apartamento; sin maquillaje, con el pelo recogido, me desplomé en el sofá. Le mostré la fecha grabada bajo el anillo: 07‑07‑2018. Busqué esa fecha en Google y encontré un anuncio de boda: «Maravillas y David Ortega se casan en una discreta ceremonia en Salamanca». David Ortega era el nombre completo de Álvaro. El descubrimiento me dejó sin aliento.
Al día siguiente, llamé a Álvaro sin saludar.
—Tu nombre completo es David Ortega, ¿verdad? —exigí.
Silencio. —¿Te casaste con Maravillas? —insistí.
Él se quedó mudado, sin respuesta. Finalmente murmuró que la boda había terminado, que ella desapareció y que el anillo se había perdido. No podía explicar cómo había reaparecido en mi vestido.
En la noche, junto a Lola, abrí de nuevo el vestido y, con la ayuda de una lupa, descubrí una inscripción casi invisible bajo las iniciales: 07‑07‑2018. La fecha resonó en mi cabeza como un tambor que llamaba a la muerte.
Con el anillo en mano, conduje a la casa de Álvaro. Al abrir la puerta, su rostro se volvió pálido.
—Necesito que seas sincero —le dije, alzando el anillo.
Sus ojos se agrandaron, incapaces de reconocerlo. Intentó decir que podía explicarlo, pero la presión del tiempo era demasiado.
Al volver al coche, un nuevo mensaje anónimo brilló en la pantalla: «No dejes que te ponga ese anillo». Lo leí una y otra vez, como si la frase fuera una llave.
Desesperada, corrí a la casa de Lola. Allí, bajo la luz de una lámpara, descubrí una pequeña inscripción en la parte interior del anillo: 07‑07‑2018. No había otra pista, sólo la fecha que coincidía con la boda de Maravillas y David Ortega.
Al día de la boda, ya no llevaba el vestido maldito. Opté por un traje sobria, color marfil, sin adornos. En el bolsillo interno guardé la carta de Maravillas, arrugada y humedecida por lágrimas. Llegué sola a la iglesia, bajo una lluvia torrencial, como si el cielo intentara advertirme.
Álvaro, ahora llamado David, estaba en el altar, con una sonrisa que había perdido toda dulzura. No caminé hacia él; él tomó el micrófono del sacerdote y anunció:
—Antes de iniciar la ceremonia, quiero compartir algo con todos ustedes.
El murmullo recorrió la nave; la madre del sacerdote palideció, la hermana bajó la mirada. Yo saqué la carta y la leí en voz alta:
«Si estás leyendo esto, es porque alguien más va a caminar al altar con él. Por favor, huye antes de que sea demasiado tarde…»
El silencio se volvió sofocante. La carta había sido escrita por Maravillas, la mujer que David había intentado casarse antes que yo, desaparecida semanas antes de su boda. David dio un paso adelante, sus ojos ya no mostraban falsedad.
—¿Qué insinúas, Elena? —preguntó.
—Que no seré la próxima —susurré, sin temblar.
En ese instante, un detective retirado se levantó del público. Había seguido el caso de Maravillas durante años y, al oír el nombre, sintió un escalofrío. La policía irrumpió en la iglesia; David fue detenido, y la lluvia que había azotado durante días cesó justo cuando lo esposaban.
Semanas después, visité la tumba sin nombre junto al lago donde se había encontrado el anillo. Clavé una pequeña cruz de madera con una placa que decía:
«MARAVILLAS, TU VOZ NO SE PERDIÓ. GRACIAS POR SALVARME.»
Pasaron los meses. Volví a la boutique donde todo comenzó. La anciana, con lágrimas en los ojos, me abrazó sin decir palabra. Al salir, el sol se filtró entre las nubes por primera vez en mucho tiempo y respiré profundamente.
Libre. ¡Hurra!