— Me enamoré de otra y me marcho: lo dijo el esposo justo antes de ser descartado.

La luz del atardecer se filtraba suavemente a través de las cortinas. Lucía colocó dos platos con la cena sobre la mesa y miró el reloj. Las ocho de la tarde. Jorge había prometido llegar a las siete, pero sus promesas valían menos que un duro en los últimos meses. Lucía llamó a su marido, pero el teléfono no respondió. Suspiró y guardó uno de los platos en la nevera. Otra vez cenando sola.

Desde fuera, su familia parecía perfecta. Más de diez años juntos, una casa bonita en Madrid, ingresos estables. Sus amigos los veían como la pareja ideal comparado con sus propios problemas. Lo más raro era que Lucía también lo creía. Hasta hacía poco.

Todo empezó como algo sin importancia. En febrero, Jorge olvidó por primera vez en diez años su aniversario. Por la noche, Lucía le preguntó directamente:
—¿Sabes qué día es hoy?
—Miércoles —contestó él sin levantar la vista del móvil.
Lucía no dijo nada, solo se fue, intentando calmar la inquietud que sentía.

Luego notó que Jorge llegaba más tarde. Sus respuestas eran breves, evitando su mirada: “Mucho trabajo”. Lucía quería entender, creía en su cansancio y dejaba pasar. Poco a poco, las cenas en soledad y la comida guardada se volvieron rutina.

A mediados de marzo, Lucía vio cambios en él: peinado nuevo, camisas caras, una colonia desconocida.
—¿Cambio de look? —preguntó.
—En la oficina piden estilo formal —contestó Jorge, pero en sus ojos ella vio el miedo de un niño mintiendo.

Y llegó esa noche. El móvil de Jorge sonó mientras se duchaba. Lucía pasó por delante, pero el nombre del mensaje le saltó a la vista:
“V.”
Y el texto: “¿Quedamos como siempre?”
No leyó más. Su intuición no fallaba. Esa noche llamó a su amiga Carmen, quien le aconsejó: “O lo enfrentas o decides qué harás si te engaña”.

Abril trajo claridad. Jorge se volvió distante, educado y frío como un extraño. Ese miércoles, Lucía llegó temprano del trabajo. Jorge entró hacia las siete y se quedó quieto al verla.
—Tenemos que hablar —dijo serio.
Lucía asintió.
—Me voy. Hay otra mujer —fue directo—. La quiero.
Tan simple. Tres frases cortas.
—¿Se llama Verónica? —preguntó Lucía.
Jorge palideció.
—¿Cuánto tiempo?
—Tres meses. Es diferente —miraba al suelo.
—Bien —se levantó—. Pero no habrá vuelta atrás. Quédate esta noche. Mañana te vas.

Lloró después, en la oscuridad. Por la mañana, Jorge recogió sus cosas y dejó las llaves sobre la mesa. El piso parecía vacío, pero Lucía respiró aliviada.

Pasaron dos semanas. Lucía se refugió en el trabajo hasta que topó con Adrián, compañero de Jorge.
—¿Qué tal Jorge?
—¿No sabes? Lo despidieron hace tres semanas. El proyecto fracasó.
—Qué raro.
—El amor lo distrajo. Verónica sabe cómo enredar —dijo Adrián.
—¿La conocéis de hace mucho? —preguntó Lucía.
—De la universidad —se corrigió al instante, cambiando de tema.

La verdad llegó días después. Nuria, la contable de la empresa, le contó:
—Fue una trampa. Adrián quería su puesto. Verónica es su amiga de siempre. Le usó para filtrar documentos a la competencia. Culparon a Jorge. Ahora Adrián es el jefe.

Esa noche llamaron a su puerta. Jorge estaba allí, demacrado.
—Hola. ¿Puedo quedarme? No tengo dónde ir.
Lucía lo dejó pasar.
—El sofá es tuyo.

Por la mañana confesó: “Verónica me dejó al perder el trabajo. No tengo nada”.
—Verónica y Adrián. ¿Viejos amigos, no? —preguntó Lucía.
Jorge cerró los ojos. —Me tendieron una trampa. Pero la culpa es mía.

Así empezó su nueva vida. Jorge en el salón, ella en su habitación. Él cocinaba, limpiaba, arreglaba cosas en silencio. Dos meses después, Jorge encontró un empleo modesto. Lucía empezó clases de fotografía y yoga. Una tarde, él llegó con su postre favorito.
—Gracias. Pero esto no significa nada —dijo ella.
—Lo sé —contestó él.

Una semana después, Lucía preparó la cena para los dos. Comieron juntos por primera vez en mucho tiempo. El dolor se hacía llevadero.

Un mes más tarde, en el balcón, Jorge rompió el silencio:
—Me pregunto si algún día recuperaré tu confianza.
Lucía miró al cielo.
—No lo sé. Reconstruirla es difícil. Tal vez imposible. Pero ya no vivo en el pasado.
—¿Entonces…?
—No prometo nada. Quizá perdone. Quizá no. Pero la decisión será solo mía.

De pronto, Lucía sintió algo que no conocía hacía tiempo: firmeza. Estaba sobre sus propios pies. Y ese valor había nacido de su dolor. Pasara lo que pasase, ella seguiría siendo su propio refugio. Una Lucía nueva, forjada en la pérdida. Y eso lo cambiaba todo.

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MagistrUm
— Me enamoré de otra y me marcho: lo dijo el esposo justo antes de ser descartado.