Lucía y Adrián estaban en la boda de su mejor amiga. El festejo llegaba a su fin cuando el presentador anunció que la novia lanzaría el ramo. Lucía no pensaba participar, pero de pronto vio las flores volando hacia ella. Levantó las manos por instinto y el ramo aterrizó en sus palmas. Los invitados aplaudieron mientras Adrián se llevaba las manos a la cabeza, exagerando, como suelen hacer los hombres cuando sus novias atrapan “ese” ramo.
Lucía regresaba a su mesa cuando escuchó una conversación tras una puerta entreabierta. Reconoció la voz de Adrián.
—¡Prepárate! —se reía alguien—. Lucía ya te imagina en el registro civil. ¡Atrapó el ramo!
—Si se apega, se desapega —respondió Adrián con sarcasmo—. No pienso casarme en cinco años, mínimo. Además, ya me mantiene bastante bien.
—¿A que en seis meses la llevas al altar? Si no, encontrará a alguien con más futuro. Y tú te quedarás con cacerolas y calcetines sucios.
—¡Te lo juro! Llevamos un año viviendo juntos, no se irá a ningún lado. Seguirá cocinando el cocido y lavando mi ropa.
A Lucía se le heló la sangre. No quiso armar un escándalo ni estropear la fiesta. Cogió su abrigo, tiró el ramo a la basura a la salida y llamó un taxi.
Ellos compartían piso en Madrid, dividiendo alquiler, gastos y comida. Adrián intentó cargarle las tareas domésticas, pero Lucía dejó claro que si ella era la “ama de casa”, él sería el “patrocinador”. No le gustó. A regañadientes, empezó a fregar platos y limpiar.
Eso sí, ante sus amigos, fingía ser un “machote” cuya mujer vivía feliz doblando sus calcetines.
Al llegar a casa, Lucía sacró las maletas en silencio. La mayor parte de sus cosas estaban en casa de sus padres, así que en media hora lo tenía todo. En la cocina, vació el cubo de basura, tiró todo lo del frigorífico y lo empapó con fabada. Pensó en remojar sus camisas en el desastre, pero desistió.
Y se marchó.
Una semana después, todo cambió. Le ofrecieron un ascenso en la sede central, un salto profesional. Y… el test marcó dos rayas.
Tenía que decidir rápido: carrera o maternidad. El médico confirmó que era pronto, que tenía tiempo. Lucía eligió su carrera. Se sometió al procedimiento, firmó el traslado, se tomó unos días y se fue a dormir. Solo dormir. Sin calcetines ajenos.
Su amiga Laura, recién llegada de la luna de miel, fue a visitarla:
—¡Pero si erais la pareja perfecta! Pensé que ya estarías eligiendo anillos.
—Me fui. No era mi persona. Lo de “perfectos” solo se veía desde fuera. Y además… —dudó, pero terminó contándolo todo. El embarazo. La decisión.
Laura asintió. Prometió guardar el secreto. Pero, como suele pasar, se lo contó a su marido. Y él, a Adrián.
Él apareció en casa de los padres de Lucía:
—¿Cómo pudiste? ¡Era mi hijo también!
—¿Y tú qué eres para mí? ¿Marido? Solo estuvimos juntos en tu sofá y en tu cabeza.
—¡Te habría ayudado! ¡Con dinero, con crianza!
—¿Me preguntaste si quería vivir de limosnas? ¿Si quería ser madre soltera? Elegí mi vida. Tú eres demasiado pequeño para ser padre.
—¿Por qué tiraste la fabada en el frigorífico?
—Bueno, estaba de humor. Adiós, Adrián.
Él la miró marcharse. En dos días tendría que pagar la cena de todo el grupo: una apuesta es una apuesta.
Y sí. La gente cava su tumba con la lengua.